El Estado o el genio sin magia
Siento que la noción de Estado es algo muy complejo, sus mil brazos se me hacen difusos y no logro comprender del todo su mecánica, pues no son más simples molinos que mueve el viento, pero que, al ver derrumbar al caballero de la triste figura con el mover de sus aspas, comprendo que nos sobrepasa en fuerza. Creo que ese Estado emergió a la existencia por algún motivo, el cuál no me es en nada claro; las metáforas contractualistas me resultan exquisitas, pero de fondo no puedo dejar de sentirlas artificiosamente elaboradas. Aun así, puedo creer, aunque luego me percate de estar equivocado, que hay una lógica de funcionamiento basada en la relación de protección al amparo del más fuerte. Así, dejaré de luchar contra el monstruo enemigo y, como el vasallo al servicio de un señor, me someteré amablemente a sus reglas y normas, y confiaré en su buena fe por protegerme.
Un buen día este Señor podría preguntarme qué quiero; y en verdad puedo desear muchas cosas, y lo pienso y quizá ya no las quiera más, y luego quiero otras. A la larga, concluyo, no sé qué quiero realmente; pero sé que quiero. El objeto de mi deseo se me escapa continuamente a mi comprensión. No obstante, empiezo a darme cuenta que soy algo que desea, y no sé si el deseo sea fundante de mi existencia, pero creo que la condición de todo mi desear es mi propia existencia; así como Descarte no podía pensar sin existir, yo siento que no podría desear sin existir. Quizá pudiera decidir dejar de desear, frenar la fuerza de mi voluntad insaciable para aliviar su sufrimiento, o quizá esto escape a mis posibilidades. En todo caso, la pregunta me lleva a una respuesta segura: en el fondo, lo que más deseo es continuar en mi existencia.
Supongamos que este Señor es como un pequeño genio bondadoso, como el de la lámpara del cuento (aunque en otro momento preferiré pensarlo como el de las meditaciones cartesianas), cuyo preguntar conlleva la intención sincera de realizarme mi deseo. Ante mi respuesta, el genio me pregunta sutilmente, el cómo. Me devuelve, en realidad, dos preguntas en una y algo más. Me pregunta primero cómo deseo yo continuar en mi existencia, con lo cual me desplaza en mi respuesta y me arroja nuevamente al vacío de los objetos difusos de mi infinito desear; ahora, me confiesa que ha perdido la magia y no puede, simplemente movido por el deseo de su voluntad y buena fe, realizar mi deseo, pues su poder es ciertamente restringido. Me pide, entonces, que le indique cómo puede él realizar mi deseo. No posee un toque mágico que lo haga realidad en un abrir y cerrar de ojos, ya no es más la fantasía ni un cuento de hadas. Su cómo, en últimas, es más que interrogativo, es además un acto exclamativo de asombro ante la sensación de su propia impotencia de realizar mi deseo. El genio ha muerto, no posee la magia de realizar mi más profundo deseo en un solo agitar de la varita de hada; la permanencia de mi existencia es solo una certeza pretérita sin garantía de futuro. En realidad no sé responder a ninguna de las dos preguntas del genio muerto.
Ahora siento mi cuerpo, es mi cuerpo el que desea. Mi desear insaciable proyecta un objeto difuso, hay una sensación de vacío y dolor; en este instante soy un cuerpo que desea porque está vacío; es la ausencia en mi la que me mueve; y mi objeto de deseo es, por este instante, la proyección positiva en la inversión de mi ausencia; mi imaginación juega con ese objeto del deseo y le da mil formas. Salgo, entonces, a buscar las proyecciones informadas desde mi imaginación; de repente encuentro algo que se asemeja a una de esas formas imaginadas, lo aprehendo y calmo mi deseo. Pero me he dado cuenta de algo, yo soy el que deseo siendo y el que ha calmado el dolor no es otro sino yo; me doy cuenta que yo soy algo y no puedo decir que tengo un cuerpo; en realidad, si he de ser algo, soy un cuerpo, un cuerpo que desea, que a veces siente vacío y dolor y a veces, saciedad; el cuerpo no es algo que yo tenga, sino que soy un cuerpo y un vacío infinito;quizá diga que tengo un alma, pero ese es un término que ahora se me escapa.
Vuelvo al genio en su tumba, ahora creo tener una primera respuesta a una de sus nuevas preguntas. Creo que el cómo quiero permanecer existiendo es en tanto que soy un cuerpo; un cuerpo cuya naturaleza me parece ser la del deseo; y que tal condición deseante me procura sufrimientos y también saciedades. Puedo pensar que mi desear esté en la raíz de mis sufrimientos, pero no sé si está en mi poder refrenar esa fuerza que proyecta mis vacíos en su posible externo, bajo la apariencia del inverso positivo al que mi imaginación informa y que busco en el afuera. Quizá pueda domeñar el influjo de mi imaginación, mas no sé si pueda dejar de desear. Es, mirándolo con cuidado, la realización de un deseo terrible, angustiante; quizá no quiera perpetuar mi existencia; o quizá quiera refugiarme en cuentos platónicos y huir como un alma liberada del cuerpo; pero de eso no tengo tanta certeza como del vacío que ahora siento, que me induce a creer que mi existencia es cuerpo.
El genio sonríe, pues de haber querido prolongar mi existencia como un alma sin cuerpo habría tenido que reinventarse una varita de hada u ocupar un lugar más divino. Pero hay algo más, me advierte, la condición del cuerpo es su temporalidad; toda pretensión de eternidad debe ser abandonada; se trata solo de la continuidad temporal del cuerpo, y para éste, no hay eternidad.
Aún falta el otro cómo, quizá el más difícil de responder; pero la misma condición se mantiene, no hay magia; es un genio sin magia, es nuevamente el Señor humano, que en su buena fe, desea realizar mi deseo de perdurar como existencia deseante. Por lo pronto, ninguno de los dos sabemos cómo podría él cumplir mi deseo, pero convenimos en cierta cooperación mutua en la búsqueda a la respuesta. Una cosa es dada de entrada, este Señor, que no sé bien lo que sea, quien me ha manifestado su buena fe en cooperar y buscar el modo de realizar mi deseo, es, en todo caso, alguien que me sobrepasa en fuerza, y esa fuerza, que no es magia de hadas, es su único recurso para realizar cualquier deseo, si lo puede, incluyendo el mío. El Señor Estado es como un genio cuya única magia reside en cierta fuerza, que es mucho mayor que la mía, y la cual aun no comprendo bien de dónde se nutre.
El Estado es un algo que me supera en fuerza pero que, aunque pudiera tener la voluntad y la buena fe de realizar mi deseo de perdurar en mi existencia, no tiene una vara mágica ni fuerza infinita, ni tampoco tiene claro el cómo hacer para garantizar o cooperar en el mantenimiento de mi existencia. En realidad el Estado es como cualquier otro dios, tan poderoso, mezquino y bondadoso como los hombres pueden serlo; pero, como los otros dioses, es una voluntad tan compleja que es más bien una fuerza inconsciente, no conspira, no puede, es una red de relaciones involuntarias que condiciona la voluntad de las voluntades que lo estructuran. Es un genio sin magia.
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