De la sacralidad de la vida o una ética paradojal



Aun cuando considero que nada hay que pueda legitimar mi existencia por encima de la de ningún otro, asumir el imperativo de la sacralidad de la vida es algo que me resultaría paradójico; con lo cual me es difícil hablar sin contradecirme en estos temas, por la simple constatación de que la conservación de mi propia existencia, como la de cualquier otro ser, consume la existencia de otros seres, aunque calcule racionalmente el gasto. 

Reconozco, a riesgo de escándalo, que no solo tengo la capacidad de matar, sino que efectivamente mi propia conservación supone la muerte de otros, sea que la asuma o no –es interesante ver cómo la moralidad social consiste en delegar el trabajo sucio a otros, para no sentir la incomodidad que parece provocar a ciertas personas tener que matar el alimento que consumen empacado en el supermercado –; en este punto, y sin ánimo de ofender o deslegitimar los sistemas de creencias y valores que orientan algunas prácticas alimenticias, lo único que le falta a algunos para llegar a la muerte por inanición (a menos que logren el prana) es sentir igual empatía por el resto de seres vivos como la que han logrado ya por los animales. 

Evidentemente, pueden decirme que no se trata de nuestra necesidad cotidiana de matar otras especies, aunque sea por simple comodidad o fobia, sino del respeto por la vida humana; pero es en este particular punto en el que confieso que tengo la posibilidad de matar, y creo que cualquiera podría compartir esto si se atreviera a mirarse a sí mismo, preguntándose por el alcance de sus potencias, sus pasiones y afectos, como el dolor, el sentimiento de venganza o la ira, arriesgándose a suspender, aunque sea por un momento, su propia moralidad racional arraigada –pero creo que para muchos, esa moralidad les haría sentir horrorizados con la sola idea como para asumir semejante responsabilidad en ellos mismos –; de ahí que, aun cuando no deje de sentir rechazo por la crueldad de algunos y afectado por la muerte de aquellos con los que establezco vínculos más fuertes, justamente eso me impide juzgar moralmente a un asesino, pues no sólo es una categoría jurídicamente compleja, en la que no quiero extenderme ahora, sino que la disposición relativa a matar es algo que encuentro en mí mismo, y que lo único que me separa de un asesino es la cuestión de facto. Actuando con justeza nada me permite juzgarlo moralmente. Indudablemente, si se tratara del asesino de alguien con quien tengo un vínculo de afecto fuerte, yo mismo lo juzgaría implacablemente, y no dudo que así sería, y de hecho sería más que un juicio un movimiento del afecto y la pasión que, como en los estados de ira e intenso dolor, podrían incluso, en un caso extremo nunca deseado, situarme en el mismo estatus de mi juzgado; que tal situación devenga en una u otra forma es fundamentalmente cuestión de potencia, con lo cual la moralidad en mi resulta una perfecta contradicción. 

Siendo consciente de esta situación, no pudiendo negar mis afectos y pasiones que subyacen a la buena voluntad de mi razón; consideré esforzarme constantemente por diluir la moralidad arraigada en mí, pretendiendo suspender, en la mediad que me sea posible, todo juicio moral; sin dejar, al mismo tiempo, de reflexionar en la ética que asumo, y que ahora encuentro llamar, en consecuencia con lo dicho, ética paradojal. Una ética que efectivamente contempla la sacralidad de la vida, como el movimiento de afirmación de la voluntad, pero que no puede solaparse en el moralismo ingenuo de la inconsciencia de la potencia de las propias pasiones y afectos.

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