De la creencia a la confianza



"Watch and observe, and life itself will soon become your greatest teacher" (Isha Judd)




¿Qué significa creer? Se trata de la disposición de la mente a asumir como cierta una idea, un concepto o una proposición. La creencia es un asunto del intelecto.
Supongamos, en un juego de palabras algo escolásticas, que la voluntad mueve al entendimiento a aceptar una idea o una proposición como verdadera o a rechazar otra como falsa. Se trata de un movimiento de la voluntad mediado por la capacidad comprensiva del intelecto.
Ahora bien, hay cierta libertad de asumir cualquier creencia; por ejemplo, puedo decir “P es verdadero”  o “P es falso”. Cuando digo “creo que P”, lo que digo es: “creo que P es una proposición o idea verdadera”.
En términos generales, parece que tenemos una fuerte tendencia a la creencia y, de hecho, necesitamos creer por cuestiones prácticas y de supervivencia. Creemos, por ejemplo, que al amanecer volveremos a ver el sol, que el choque de algunos cuerpos a cierta velocidad descompone relaciones constitutivas de esos cuerpos, que al exponer nuestra piel a cosas muy calientes nos lesionamos, que cierta sensación del dolor en la boca del estómago se alivia ingiriendo alimento. En la cotidianidad necesitamos creer muchas cosas, las cuales el intelecto no necesariamente alcanza, ni tiene por qué, comprender del todo.

Tradicionalmente, la fe se ha asociado con esta disposición a la creencia, y en la sociedad  aparecen personas que se denominan creyentes, o “personas de fe”.  Según lo que he dicho, en realidad, todas las personas son creyentes, pues por razones prácticas necesitamos asumir como verdaderas ciertas proposiciones aun cuando el intelecto no las logre comprender plenamente.
Evidentemente, alguien podría objetarme que cuando se habla de creencia en el sentido de fe, nos referimos al ámbito religioso. Sin embargo, lo que trato de mostrar es que la capacidad o la disposición a asumir como verdaderas algunas proposiciones es básicamente la misma en uno y otro sentido; así en el religioso como en los demás ámbitos de la cultura o la sociedad.
Puedo decir, además, “Q es falso”; y lo que estoy diciendo allí es “creo que Q es una proposición falsa” o “Q no es una proposición verdadera”. Se trata nuevamente de una creencia. Los ateos convencidos, por ejemplo, son personas profundamente creyentes, pues justamente ellos se comprometen con la creencia de una proposición de la forma “Q es falso”. Los que dicen creer en los dioses, igualmente, son tanto como los que dicen no creer en ningún dios en absoluto.
Creer o no en los dioses puede significar, en realidad, muchas cosas diferentes, pues implica formas institucionales bajo las que se presentan los sistemas de creencias. Algunos dicen creer en los dioses pero no en las instituciones, pero llaman institución a una forma y se cobijan, inconscientemente, bajo otra, pues todo sistema de creencias implica formas institucionales dentro de la cultura.
Lo que se cree como verdadero o como falso, hablando de creencia en los dioses, son algunas o el conjunto de todas las proposiciones dentro de un sistema de creencias, o el sentir mayor o menor empatía hacia unas u otras. A mi parecer, todo el que dice creer en los dioses, se compromete con relaciones e implicaciones dentro de un sistema de creencias dado institucionalmente por la cultura, aunque le haga sus propias deformaciones parciales; pero también, quien dice no creer en los dioses se asume, aun cuando generalmente lo ignora, desde el sistema de creencia que acepta como falso. Tanto la persona de fe como el ateo, son en realidad, dos formas de lo mismo, aun cuando no se den cuenta de ello e, incluso, se decidan a entrar en apologías y retóricas, llegando a veces a agredirse moral o físicamente.

La creencia es entonces un asunto del intelecto. Nuestra voluntad mueve al intelecto a aceptar, bien como verdaderas, bien como falsas, las proposiciones.

Ahora bien, lo que yo llamo confianza es un asunto que no compete al intelecto, aun cuando el análisis de la palabra permite volcar todo hacia el mismo lado y estatus de la creencia. La confianza no pasa por la mediación del intelecto; se trata de una actitud y un cierto abandonarse, es decir, soltar el poder o el control. Nuestro intelecto pretende cierto control, desea afirmarse en sí mismo; por eso entraña hasta lo más profundo cuanto puede, porque quiere comprender, explicar, dar razón, para controlar y sentirse seguro. Abandonarse es cierta actitud contraria a la pretensión de control y de poder del intelecto; es soltarse de las ideas a las que nos aferramos, con las que nos sentimos seguros ante nuestros temores inconscientes.

Confiar es la actitud del niño. El niño no necesita creer, él juega con su imaginación; disfruta y siente cada momento, se siente como cuerpo pero no le preocupa saberse en tanto cuerpo o nada, solo está ahí, presente consigo mismo, en una actitud espontánea que es confianza pura, sin mediaciones del intelecto, sin control de sí ni de su entorno, aún libre del miedo. Las ideas en su mente van y vienen pero no se aferra a ninguna, las mira sin identificarse con ellas, las retiene, las usa para dejar volar su imaginación, y luego, ya las ha olvidado. 


Un niño no anda pidiendo a los dioses, no tiene carencia ni necesidad de ellos, hasta que se le inoculan los miedos. El niño sólo juega y disfruta, comparte con ellos; no hace distingos entre duendes, hadas, demonios, semidioses, dioses y sus otros compañeros de juego; no mira blanco, negro, alto, bajo, parecido o distinto; ni se fija en lo que el otro cree o piensa, ni repara mayormente en lo que dice, sólo o siente o no empatía, juega, se aísla, vuelve y olvida, es todo.


Seguramente, algunas ideas le impactan más que otras. Poco a poco, comienza a prestarles importancia; poco a poco, va perdiéndose su cuerpo, va dejando de ser niño. Su imaginación juega menos, empieza a creer. Empieza a saberse, su mente empieza a hacerse más consciente, a llenarse, a querer controlar. Se va forjando identidades con las ideas que retiene. Su actitud de inocencia, su capacidad de olvido, se transforman en criterio y personalidad, en razón e identidad.

La confianza es abandonarnos, soltar el control y abrazar nuestros miedos; volver a dejar volar nuestra imaginación y divertirnos; hacernos como cuando éramos niños, disfrutar, sentir nuestras emociones, nuestro cuerpo; no prestarle tanta atención a nuestras ideas, solo dejarlas pasar y observarlas desde un lugar de inocencia. Confianza es olvidar para volar. 
El que vuelve a confiar como un niño, no necesita ni creer ni dejar de creer en los dioses, sino que juega y se divierte con ellos, y con todo cuanto puede, pero especialmente, consigo mismo.


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