La justificación académica
La academia tiene que justificar lo que hace. Por qué estudiar a Platón, por qué recavar en los fragmentos de Anaxágoras; en el obscuro río de Heráclito; en la inmovilidad del Uno; en la hipostasis venturosa da la vacuidad absoluta; y en todo cuanto el pensamiento se ha aventurado. La academia moderna demanda su propia justificación.
La academia se hace esclava de sí, no puede volar y decir, simplemente, esto es porque sí; porque es una aventura en sí misma y no busca otro fin. Pero hay caminos políticos que reclaman pertinencia a la investigación. Hay jueces sociales angustiados por el destino y reclaman a todo y todos salvar el mundo. Entonces se les complace, se les da una retórica que les calme la angustia y tape el vacío. Si estás en una región del mundo que no es Europa (sea lo que sea que llamemos Europa); y desde allí te aventuras por el camino de los pensamientos; se te atraviesan los amenazados representantes de lo autóctono. Cómo va ser que pretendas ocuparte en asuntos tan lejanos de la realidad más inmediata que nos convoca. Desde esa apreciación ellos juzgan que su propia tarea se asume en una especie de compromiso con lo que ellos llaman realidad más inmediata. Su problema es que en verdad creen que están más cerca de la realidad y desde allí se yerguen en jueces de todo. Y su propio andar, su propia actuación social, no tiene más grado de realidad que la propia idea de su realidad; acompañan su hacer con lo que ellos llaman su propio pensamiento, y con eso calman un poco su angustia de sentirse colonizados en todo por el fantasma de Europa.
No se aventuren en señalarme de idealista o anti-realista; mucho menos de un apologista de eso que llaman Occidente. Occidente, y el resto, es una realidad pensada, que solo tiene realidad en tanto categoría para el pensamiento político. Occidente es el fantasma del pensamiento que ha colonizado el pensamiento. Pero todo fantasma existe mientras haya alguien dispuesto a creer en su existencia; pues, como los dioses, soportan su existencia en esa creencia, y sin creyentes que los crean cesa su existencia. Los caza-fantasmas harían más si renunciaran o al menos cuestionaran las supersticiones que dan existencia a sus presas. Si quieres descolonizar tu pensamiento, deja de creer en fantasmas.
La realidad es una sola; pero eso que llamamos realidad no son más que grados de conciencia. La conciencia de realidad puede ser nouménica o vivencial (y no entro ahora a discutir en el uso, tradición o conveniencia de los términos). Llamo ahora conciencia nouménica a la acción o actitud o disposición o como se quiera decir, del cuerpo que se piensa y se supone como cuerpo que existe. Y llamo consciencia vivencial al cuerpo que se experimenta a sí mismo como vivencia, prescindiendo del pensamiento. El cuerpo es uno solo, mejor dicho, muchos cuerpos o corpúsculos a velocidades extremadamente altas recorriendo un solo vacío infinito. El pensamiento divide, clasifica, separa, ordena, jerarquiza, buscando comprender y aprehender ese cuerpo de vacío infinito que es uno solo.
Apropiando algo que me vino de alguno de esos filósofos alemanes del siglo XIX; la mente se queda dando vueltas y vueltas al rededor de un edificio, lo ve siempre desde fuera sin hallar jamás su entrada. A la mente, o al intelecto, o como quiera llamarse esa ficción funcional, se le escapa la realidad (otra ficción funcional). Está dando vueltas entorno a aquello que se le ofrece impenetrable, inaprehensible, y, justamente por eso, lo llama realidad y se le opone, se pone de frente, se diferencia. El cuerpo, en cambio, en su vivirse como cuerpo, no se asume como realidad, no se sabe, no necesita saberse, no necesita aprehenderse; pues no está enfrentado, no es algo diferenciado; simplemente, es.
Surge, en este punto, una pregunta pertinente, por la paradoja que esto contiene: cómo se puede escribir sobre esto, cómo hacerlo si justamente se escribe en el lenguaje y el lenguaje es pensamiento; cómo si justamente es un no-saberse que se presenta como saber. Habría que replegar aquí la famosa frase de prudencia con la que majestuosamente cerraba su Tractatus el austriaco aquel. No obstante, hay que seguir jugando con el lenguaje, pues la aventura del juego no pretende más que un divertimento, propio de lo que llamamos juego.
El pensamiento suele servirse de muchas ficciones, ficciones que le funcionan, pero no por eso menos ficciones. Sin esas ficciones no habría nada de eso que llaman conocimiento ni tampoco lenguaje para jugar. Evidentemente, el lenguaje se juega con reglas, las reglas definen un juego; pero un juego no se juega cuando se enuncian las reglas, sino que las reglas están ocultas en cada jugada. Solo cuando una jugada es penalizada, se hacen visibles las reglas del juego. La regla solo aparece cuando se la transgrede, y demanda un juez que denuncie su transgresión. La academia está llena de jueces; están tan enfocados en sancionar las reglas que casi nunca pueden jugar. Está incluso mal visto que un juez abandone su lugar para meterse a jugar. El rol del jugador es otro al del juez. Por ahora, jugamos; quizá luego, juzgamos.
Es asunto de los jueces juzgar, y hacer justicia, es decir, justificar; es asunto de los jugadores, jugar. Se es juez o se juega. En mi condición de jugador amateur, he prescindido de hacer justicia más allá de la justificación que se alcanza por el simple hecho de disfrutar una jugada y el juego. El juego es un fin en sí, su justicia es el divertimento. Puede ser llamada pseudooccidental, no-occidental o anti-occidental, para los que gustan de ese juego colonial; pero yo no me hago problema con fantasmas; ni busco crear otros fantasmas más poderosos que combatan contra los fantasmas colonos. Este es mi juego, justo o injusto, pero creo que se haría más con eso que llamamos realidad si jugáramos más y juzgáramos menos. Muchos jueces sin jugadores, no tienen sentido; juego sin jueces incurre en abusos; pero el exceso de jueces impiden jugar.
Plagiando a Aute: quien pone reglas al juego se engaña si dice que es jugador.
La academia se hace esclava de sí, no puede volar y decir, simplemente, esto es porque sí; porque es una aventura en sí misma y no busca otro fin. Pero hay caminos políticos que reclaman pertinencia a la investigación. Hay jueces sociales angustiados por el destino y reclaman a todo y todos salvar el mundo. Entonces se les complace, se les da una retórica que les calme la angustia y tape el vacío. Si estás en una región del mundo que no es Europa (sea lo que sea que llamemos Europa); y desde allí te aventuras por el camino de los pensamientos; se te atraviesan los amenazados representantes de lo autóctono. Cómo va ser que pretendas ocuparte en asuntos tan lejanos de la realidad más inmediata que nos convoca. Desde esa apreciación ellos juzgan que su propia tarea se asume en una especie de compromiso con lo que ellos llaman realidad más inmediata. Su problema es que en verdad creen que están más cerca de la realidad y desde allí se yerguen en jueces de todo. Y su propio andar, su propia actuación social, no tiene más grado de realidad que la propia idea de su realidad; acompañan su hacer con lo que ellos llaman su propio pensamiento, y con eso calman un poco su angustia de sentirse colonizados en todo por el fantasma de Europa.
No se aventuren en señalarme de idealista o anti-realista; mucho menos de un apologista de eso que llaman Occidente. Occidente, y el resto, es una realidad pensada, que solo tiene realidad en tanto categoría para el pensamiento político. Occidente es el fantasma del pensamiento que ha colonizado el pensamiento. Pero todo fantasma existe mientras haya alguien dispuesto a creer en su existencia; pues, como los dioses, soportan su existencia en esa creencia, y sin creyentes que los crean cesa su existencia. Los caza-fantasmas harían más si renunciaran o al menos cuestionaran las supersticiones que dan existencia a sus presas. Si quieres descolonizar tu pensamiento, deja de creer en fantasmas.
La realidad es una sola; pero eso que llamamos realidad no son más que grados de conciencia. La conciencia de realidad puede ser nouménica o vivencial (y no entro ahora a discutir en el uso, tradición o conveniencia de los términos). Llamo ahora conciencia nouménica a la acción o actitud o disposición o como se quiera decir, del cuerpo que se piensa y se supone como cuerpo que existe. Y llamo consciencia vivencial al cuerpo que se experimenta a sí mismo como vivencia, prescindiendo del pensamiento. El cuerpo es uno solo, mejor dicho, muchos cuerpos o corpúsculos a velocidades extremadamente altas recorriendo un solo vacío infinito. El pensamiento divide, clasifica, separa, ordena, jerarquiza, buscando comprender y aprehender ese cuerpo de vacío infinito que es uno solo.
Apropiando algo que me vino de alguno de esos filósofos alemanes del siglo XIX; la mente se queda dando vueltas y vueltas al rededor de un edificio, lo ve siempre desde fuera sin hallar jamás su entrada. A la mente, o al intelecto, o como quiera llamarse esa ficción funcional, se le escapa la realidad (otra ficción funcional). Está dando vueltas entorno a aquello que se le ofrece impenetrable, inaprehensible, y, justamente por eso, lo llama realidad y se le opone, se pone de frente, se diferencia. El cuerpo, en cambio, en su vivirse como cuerpo, no se asume como realidad, no se sabe, no necesita saberse, no necesita aprehenderse; pues no está enfrentado, no es algo diferenciado; simplemente, es.
Surge, en este punto, una pregunta pertinente, por la paradoja que esto contiene: cómo se puede escribir sobre esto, cómo hacerlo si justamente se escribe en el lenguaje y el lenguaje es pensamiento; cómo si justamente es un no-saberse que se presenta como saber. Habría que replegar aquí la famosa frase de prudencia con la que majestuosamente cerraba su Tractatus el austriaco aquel. No obstante, hay que seguir jugando con el lenguaje, pues la aventura del juego no pretende más que un divertimento, propio de lo que llamamos juego.
El pensamiento suele servirse de muchas ficciones, ficciones que le funcionan, pero no por eso menos ficciones. Sin esas ficciones no habría nada de eso que llaman conocimiento ni tampoco lenguaje para jugar. Evidentemente, el lenguaje se juega con reglas, las reglas definen un juego; pero un juego no se juega cuando se enuncian las reglas, sino que las reglas están ocultas en cada jugada. Solo cuando una jugada es penalizada, se hacen visibles las reglas del juego. La regla solo aparece cuando se la transgrede, y demanda un juez que denuncie su transgresión. La academia está llena de jueces; están tan enfocados en sancionar las reglas que casi nunca pueden jugar. Está incluso mal visto que un juez abandone su lugar para meterse a jugar. El rol del jugador es otro al del juez. Por ahora, jugamos; quizá luego, juzgamos.
Es asunto de los jueces juzgar, y hacer justicia, es decir, justificar; es asunto de los jugadores, jugar. Se es juez o se juega. En mi condición de jugador amateur, he prescindido de hacer justicia más allá de la justificación que se alcanza por el simple hecho de disfrutar una jugada y el juego. El juego es un fin en sí, su justicia es el divertimento. Puede ser llamada pseudooccidental, no-occidental o anti-occidental, para los que gustan de ese juego colonial; pero yo no me hago problema con fantasmas; ni busco crear otros fantasmas más poderosos que combatan contra los fantasmas colonos. Este es mi juego, justo o injusto, pero creo que se haría más con eso que llamamos realidad si jugáramos más y juzgáramos menos. Muchos jueces sin jugadores, no tienen sentido; juego sin jueces incurre en abusos; pero el exceso de jueces impiden jugar.
Plagiando a Aute: quien pone reglas al juego se engaña si dice que es jugador.
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