Políticamente apolítico
He estado por escribir de algunos
asuntos a los que vengo dando vuelta en mi cabeza, pero me he postergado porque
entre más me sumerjo en distintas lecturas y observaciones, más hilo me resulta
por tejer. Aun así, a veces viene bien un pare provisional, a ver lo que
resulta.
He tenido la tentación de bajar
algunas de las entradas y someterlas a ajustes, la mente es como un río
apasionado que revuelca su lecho sedimentado para mover, aguas abajo, otros
sedimentos. En aguas turbulentas hay al menos dos opciones: dejarse hundir para
emerger por la fuerza de empuje, si solo si se tiene un salvavidas que lo saque
a flote; o nadar a tientas, sorteando las corrientes encontradas. En un caso se
requiere un elemento externo o ajeno; en el otro, una cierta habilidad in-corporada.
Cualquiera de los dos casos puede culminar en deceso o vida, según sea el
salvavidas o la habilidad de nadar; pero quizá valga tantear, a riesgo de
habilidad, una cierta alternancia.
Para empezar, y esforzándome por
dejar, aunque sea de momento, mis metáforas acuosas; haré este ensayo
provisional en un incipiente intento por responder a la pregunta de si es o no
posible ser políticamente apolítico y lo que esto puede significar e implicar desde
una perspectiva fundamentalmente ética.
La pregunta por la ética es una
pregunta por el modo de existencia y por cómo tal modo se orienta a lo que podría
llamarse el buen vivir. Lo que sea
ese buen vivir es algo que de ningún
modo pretendo resolver aquí. Sin embargo, voy a hablar de un “buen vivir” que
se ha venido decantado en el sentido común y desde ahí se ha ido permeando a
una escala mundial.
Antes de seguir voy a servirme de
algunas aclaraciones de tipo metodológicas y una serie de definiciones, que si
bien no tienen necesariamente una correspondencia con definiciones canónicas,
no dudo que hay suficientes perspectivas, en al basta literatura, desde las que
se pueda dar cuerpo y amplitud a estas definiciones provisorias que ahora propongo.
En el conjunto de falacias
materiales, me resulta conveniente recordar estas que refieren a la composición
y la división; y en las que suele incurrirse cuando se hacen inferencias inmediatas
por subalternanacia. Lo que se predica para un conjunto es un predicado del
conjunto y no se predica necesariamente para las partes que conforman ese
conjunto. A la inversa, lo que puede predicarse para todas y cada una de las
partes individualmente que conforman un todo, no necesariamente constituye un
predicado del todo. Así, cuando digo que la población mundial se ha globalizado,
no digo que todo pueblo esté globalizado en ese mismo sentido. Tampoco, cuando
digo que cierto “buen vivir” se ha convertido en el ideal globalizado, digo que
todas las comunidades humanas tengan ese tal “buen vivir” como su propio buen
vivir.
Llamo política a la acción
estratégicamente orientada a organizar de un determinado modo la sociedad. Así,
adhiero a una concepción muy clásica de la política, como el modo de
organización social. En esta idea, la mejor política correspondería al mejor
modo posible de organización social. El mejor modo de organización social es el
que crea las condiciones propicias para el buen vivir; es decir, para la ética.
Pese a las consideraciones y
reparos que podrían señalárseme a propósito de las condiciones en que surgió esta
concepción clásica de la política, y pese a que se me puede reprochar de anacrónico
o incurrir en algo que pretendo criticar; no dejo inadvertido que pretendo un
uso desterrado que varias veces me ha posibilitado hacer reconstrucciones desde
otros registros, por decir de algún modo, no occidentales. Ahora bien, el
problema, a mi modo de ver, no es con algo llamado Occidente y sus legados,
pues hasta el lenguaje que uso tiene más de latino, mozárabe y griego que de “latinoamericano”;
sino que el problema es con la occidentalización del mundo. Yo no pretendo en
modo alguno un rechazo a los productos de las culturas llamadas occidentales; comparto la idea de descolonizar el pensamiento, aunque no el modo como se le asume actualmente. Tal
descolonización, suele operar como un maniqueísmo “anatemizante”, que de ser consecuente, obligaría incluso a abandonar el lenguaje que usamos; pero bien podría ser un
reconstruir y apropiar críticamente productos al servicio del pensar colectivo,
sea que provengan de Occidente o del Asia, de África, de yanquilandia, del
Pacífico; de nuestras propias regiones o de donde fuera; incluso hay que cuestionar la categoría misma de Occidente.
Si, como he dicho antes, la ética
es la pregunta por el buen vivir; entonces la política es también la pregunta
por las condiciones de posibilidad de la ética. Bajo esta idea, digo que es
posible, y de hecho se observa, la concurrencia de un modo de vida apolítico.
En efecto, una existencia apolítica es aquella que no se pregunta por las
condiciones de posibilidad de la ética o que simplemente desatiende y se
desinteresa del modo de organización social por y en el cual vive.
Una existencia puede ser apolítica,
bien porque su modo de vida más o menos se corresponde o tiende a aproximarse a
lo que en su propio imaginario entiende por “buen vivir”; y entonces considera
que el modo de organización social, si bien le resulta perfectible, no obstante,
le permite realizar su “buen vivir”; con lo cual no tiene mucho sentido
preguntarse si hay otro modo posible o problematizar el actualmente vigente. O
bien porque, pese a que el actual modo de organización social no crea las
condiciones de lo que para este sería un buen vivir, ha perdido la esperanza política
y se ha resignado en el apolitismo. Una tercera razón es por cuanto es posible diferir en el modo de asumirse políticamente.[1]
Dentro de los que no alcanzan su “buen
vivir”; hay los que, aunque desposeídos, aspiran al mismo ideal de “buen vivir”
que se ha impuesto por quienes tienen más garantías de realización en el modo
de organización social existente. En esto, se ha llegado incluso a decir que entre
estos desposeídos hay los que se valen de medios ilegítimos para alanzar estos
fines y que tal anomia se solucionaría si se ampliaran las condiciones de
acceso a ese particular modo de vida. Pero también hay los que se han dado
cuenta que existen muchos otros, y cuyas voces empiezan a emerger cada vez con
más ahínco alrededor del mundo, quienes conciben que el auténtico buen vivir
estaría en contradicción y sería incompatible con ese otro “buen vivir” que se impone
desde el modo de organización social vigente. Habría nuevamente una posibilidad de superar la disyunción si se prescinde de la categoría consumismo; en efecto, nunca hay un único modo de vida y lo hegemónico coexiste con lo diverso; lo que se despliega en el plano de las ideas, y en los aparatos de difusión de ideas, no necesariamente corresponde con lo que efectivamente sucede en la práctica: aunque el pensamiento hegemónico difunda una sociedad idealmente consumista, afortunadamente la realidad social acontece diferente y mantiene mecanismo para abstraerse de la ideología dominante.
Digo entonces, que el modo de
organización social actual tiende a producir existencias apolíticas. Que la
política de la globalización es la estrategia por organizar una sociedad, a
nivel planetario, políticamente apolítica. Como he dicho que la política
refiere al modo de organización social entonces el apolitismo es un cierto
producto político. Esto es lo que significo con una existencia políticamente
apolítica. Una existencia que ha perdido el interés en el modo como está
organizada la sociedad o en preguntarse si es posible realizar otro modo de
organización social que cree condiciones para otros modos posibles de vida
buena; ya sea porque simplemente no le interesa, porque medianamente el modo
actual de organización social le posibilita en cierto grado, la realización de
su propia idea de “buen vivir”; o ya porque ese mismo modo de organización actual
globalizado y “democratizante” ha logrado desmotivarlo y desposeerlo de su
posibilidad política; o porque difiere de los modos de acción política vigentes.
Digo que la globalización
conlleva la estrategia política de la despolitización bajo el sofisma de la
democracia. Esa democracia que empieza a mundializarse quizá desde la época de Ronald
Reagan en la presidencia de yanquilandia; y que, tras la caída de la Cortina de
Hierro, se presenta e impone como el único y mejor modo posible de organización
social. Democracia que se alía estratégicamente con un modo particular de economía
orientada no a la producción de los medios necesarios para garantizar cualquier
modo de existencia digna, sino a la acumulación de dinero per se y bienes
valuados no por su uso para la vida misma sino por su posibilidad de trocarse
por más dinero: la democracia capitalista o el capitalismo democrático. El
actual modo de sociedad globalizado, no sólo impone un imaginario del “buen
vivir” ligado a un consumismo de hedonismo inmoderado, sino que asume que todos
aspiran a ese mismo modo de vivir mientras apropia todos los valores culturales
o morales que integra bajo un único valor hegemónico y eufemizado en la sociedad
de consumo.[2] Con lo cual toda ética está de más; pues si sólo
hay un único modo legítimo y posible de vivir en todo el orbe globalizado, ya
no tendría sentido preguntarse por el buen vivir, sino simplemente asumir,
sumisa o ingenuamente, el que se impone como único posible; y en consecuencia,
asumirse apolítico por cuanto si la democracia capitalista es el único y mejor
modo de organización social; carece de sentido preguntar lo que ya habría
hallado respuesta definitiva en ese ideal democrático. Pero si aún permanece un sentido de la ética, entonces se mantiene abierto el camino para repensarnos políticamente y la historia no solo aún no se ha acabado, sino que no se plantea como un propósito que culmine en el tiempo. Mientras haya tiempo y sociedad, habrá historia; a pesar de algunos hegelianismos postmodernos, la historia es el tiempo socialmente transcurrido y no un proyecto que alcance su realización en un punto dentro del mismo tiempo.
[1] En el incesante preguntar por la ética, y por el modo de lograr una sociedad que genere las condiciones de un buen vivir; la mayor de las veces no hay respuestas positivas; pero si respuestas negativas. No sabemos cuál sea el modo adecuado; pero sí, al menos viendo lo que hay y los modos de expresión política, absurdamente reducidos en el limitado esquema mental de izquierdas y derechas, podemos decir cuáles no son.
[2]
Obsérvese cómo la publicidad, que eufemiza la sociedad de consumo, asocia cada
vez más todos los valores posibles de las más dispares culturas, bajo el mismo
signo velado del consumismo. La familia, independientemente de la concepción que de
ella se tenga, se asocia al consumo; los hijos; una fiesta cultural cualquiera;
la salud, la integridad; incluso los ideales de todas las épocas: los
ambientalistas y ecologistas (piénsese en falacias de asociación, cada vez más
recurrentes como: cuida los bosques toma Coca Cola; la amistad es lo más
importante en la comunidad Movistar; un mundo sin discriminación racial de Benetton;
etc.). Sin embargo, la paridad no conlleva necesariamente la acción; la identificación con algún valor cualquiera, no tiene que llevar de suyo a la afinidad con el producto del mercado con el que se pretende asociar.
El pensamiento colectivo
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