Meditaciones sobre el cristianismo


Religión y modernidad


Uno de los efectos de la modernidad ha sido la secularización de la vida pública y el radical intento de separarla de la vida privada. Esto no ha dejado de suscitar situaciones paradojales que se podrían representar muy bien en la gráfica de la cinta de Möbius. Se trata de una no-frontera que comporta la continuidad fenomenológica interno-externo y, por extensión, privado-público. Aun así, la intuición fenoménica debe presuponer una frontera para poder captar la dualidad, es decir, el punto virtual donde inicia la vida pública y termina la vida privada. 

La acción religiosa «premoderna», si puede llamarse así, pertenece fundamentalmente a la vida pública, es decir, la vida que acontece en “el afuera”, a la vista de los otros, con los otros, en la comunidad. Es la expresión de lo que los etnólogos llamaron “hechos totales”, que podría llamarse «no-moderno», en la medida en que la Modernidad se caracteriza por la fragmentación del tiempo y el espacio social, por diferenciar dimensiones de la vida y distinguir acciones; es decir, en tanto que ella ha ido fragmentando los “hechos totales” y compartimentando el mundo de la vida, se ha producido un desplazamiento, relegamiento, de la acción religiosa hacia la esfera de la vida privada y, cada vez más, hacia la dimensión interna (que aparece fuertemente marcada y distinguida por el mismo «efecto de modernidad»). Este relegamiento de la religiosidad a la vida privada, y a la dimensión de la interioridad individual está relacionado, a su vez, con los procesos de secularización moderna de la política. 

El cristianismo (aunque luego tendré que hablar en plural para ser más preciso) está en el preludio de la modernidad. Algunos han mostrado, incluso, cómo la modernidad es hija del cristianismo o cómo el cristianismo logró su máximo desarrollo en la modernidad, con lo cual la modernidad sería, de paso, el apogeo del cristianismo. Yo adhiero en gran medida a este pensar, pero tengamos claro que no se está sosteniendo una explicación por relación causal, tampoco se trata de anticipaciones de profetas, de las que pudiera inferirse que el fin de la modernidad implique el fin del cristianismo. En este punto, cabe advertir, para evitar confusiones, que la religión no es necesariamente ni factor ni condición suficiente de la modernidad, así que hay que evitar interpretar lo que expongo en clave del mecanicismo lineal causa-efecto. Además, sería muy interesante observar el papel que juegan otras religiones no cristianas, como el islam y el judaísmo en la configuración de ese preludio; sin embargo, no podría hablar mucho de esto, pues mi interés se ha enfocado principalmente en el cristianismo. 

El cristianismo hay que entenderlo como romano-católico (catolicismo), por cuanto es el modo hegemónico, y justamente el referente de disputa, continuidad-discontinuidad de lo que llamaré cristianismos modernos, no romanos pero con igual vocación «católica» (vocación de universalidad). En este entendido, es el cristianismo romano-católico el que está en ese preludio y el que guarda los rasgos de la preconfiguración moderna, pese a que la Modernidad hará en él su efecto de transformación. El cristianismo de la Reforma (nacido en el seno del mismo catolicismo de espíritu agustino), por su parte, es la continuidad de ese preludio católico en la Modernidad y, por el efecto paradojal arriba descrito, punto de ruptura con su propio preludio, en tanto distinción de lo moderno con lo premoderno. 

Las hegemonías pueden entenderse como puntos de fuerza, siempre en movimiento, que eclipsan otras fuerzas. La hegemonía coexiste con todo lo que no es hegemónico, y que es la base de todo dinamismo. Por un lado, aclaro, no es digo que la sociedad premoderna[1] tuviera un único cristianismo, como tampoco es cierto que la hegemonía del catolicismo implicara la “universalidad” entendida como unidad doctrinaria al interior de la Iglesia romana. El catolicismo ha convivido con sus propios herejes y ha canonizado tanto a “bueyes mudos” como a Clementes, Agustines, Ignacios y Teresas. Sin embargo, la pluralidad creciente de cristianismos es resultado consecuente del efecto de modernidad; que trae consigo, junto a la fragmentación de la vida y la secularización de lo público, la atomización, la especialización y diferenciación doctrinaria. 

El proyecto de modernidad implica una sociedad atomizada. Paradójicamente, la modernidad tendría que producir ese tipo de sociedad generando las condiciones para que ella misma se dé y se desarrolle[2]. La sociedad premoderna, a diferencia de lo moderna, no era una sociedad de átomos, ni de champiñones hobbesianos; en sentido antropológico, no había individuos. Con esto, las instituciones religiosas, como el caso de la Iglesia romana, cumplían un papel cohesionador de carácter muy distinto al que deberá asumir el Estado moderno como principio de cohesión social de un pueblo. La universalidad de la Iglesia premoderna estaba garantizada en la vida sacramental, ese cemento de lo social, en tanto que lo sacramental y es un hecho fundamentalmente de lo social, pertenece a la vida pública; y en tanto que los ritos y liturgias pertenecen y tienen sentido dentro de la vida social, y no se distingue la dimensión de interioridad en sentido moderno. Esta cohesión social por la vida sacramental, no excluye las relaciones de fuerza que configuran la hegemonía eclesiástica; sino que, justamente, la naturalización e interiorización de las prácticas y modos de vida sacramentales, hacen parte del juego de estrategias por la hegemonía de la vida religiosa. 

La modernidad representa el cambio de la hegemonía. El esfuerzo por construir un Estado laico, implicaba enfatizar la distinción entre la vida pública y la vida privada. La secularización de la vida, con su consecuente relegamiento de la religiosidad a la vida privada, suponía acentuar la oposición entre materia-espíritu, a la vez que emergían dos dimensiones en el individuo: la interioridad y la exterioridad. Los dispositivos de cohesión social tenderán a ser cada vez más potestad del Estado, cuya jurisdicción es la vida pública; con lo cual, la vieja disputa “de las dos espadas del poder”, se inclinará en detrimento de la institución eclesiástica. 

El efecto de modernidad va convirtiendo los sacramentos en una práctica puramente espiritual relegada a la vida privada e interior de los individuos; y se va perdiendo así su principal carácter de cohesionador social; es decir, se desvirtúa su sentido formador de «ecclesîa» y «koinonía». Este relegamiento, sin embargo, no excluye que aparecieran estrategias políticas laicas que supieron servirse de las disposiciones internalizadas desde la institucionalidad religiosa, en la lucha por la hegemonía.[3] 

Al perderse el sentido eclesiástico de las prácticas sacramentales, y su consecuente desacralización, la institución eclesiástica no sólo va perdiendo terreno en la lucha por ser principio de cohesión social, sino que obliga a la institución misma de la Iglesia “universal” a resignificar la práctica de los propios sacramentos, la luz de la modernidad. 

Es entendible que un cristiano no católico (no me refiero a los ortodoxos ni anglicanos)[4] le pueda resultar incomprensible la vida sacramental. El cristiano no católico es preponderantemente hijo de la secularización de la vida moderna, lo cual no significa que no haya católicos modernos o catolicismo moderno. El cristiano no católico, hijo de esa modernidad que tiene su esplendor en la Ilustración, es un ser que se relaciona con Dios sin mediaciones sacramentales, eso es otro rasgo típicamente moderno y consecuente con la individualización, atomización y racionalización de la sociedad. De ahí proviene su inclinación a rechazar las formas institucionales de la vida religiosa (no sin paradojas evidentes en la práctica). 

El efecto de modernidad, entonces, va operando una división particular en el mundo de la vida. La dimensión de interioridad, poco acentuada en la vida premoderna, va emergiendo, junto con la moderna distinción alma-cuerpo y espíritu-materia, como el lugar privilegiado de la vida religiosa del individuo moderno. La religión, y en general los sistemas de valores y de creencias, cada vez más, serán confinados a la vida interior y privada de individuos dentro de una sociedad atomizada. Mientras la pérdida de la hegemonía eclesiástica cede terreno a la asunción del Estado, se va produciendo, de paso, las diferenciaciones entre la ética y el derecho, consecuentes con la laicización de la política.[5] En esta misma línea, la “racionalidad” va emergiendo como centro hegemónico de la vida individual y como el terreno privilegiado al que se confina toda metafísica. Así, se comprende no sólo la fuerza que toma la religiosidad racional de carácter individual, es decir, sin mediación sacramental, sino la individualización de la racionalidad teológica que allana el doble camino hacia la popularización de la metafísica y, simultáneamente, hacia el ateísmo moderno. 

Sin desconocer que la “racionalidad” tiene muchos matices, su hegemonía, bajo el efecto de modernidad, se manifiesta no sólo en la ilusión de autonomía de la “razón iluminista”, sino en la racionalización de la vida, acentuada por la fe en la razón instrumental cientificista. La razón moderna, si vale decirlo, se bifurca. La “razón metafísica” avanza por el camino de la interioridad; mientras la razón científica avanza en el camino de la exterioridad. La ciencia moderna sólo puede trabajar en función de objetos empíricos, lo que no implica que sea necesariamente empirista; mientras la metafísica, a pesar de la empresa kantiana, avanza hacia la especulación sin referencias necesarias a la experiencia posible. La distinción de estas dos racionalidades, aunque sea meramente analítica, permite comprender algunas paradojas como los dogmatismos científicos, las ciencias dogmáticas, incluso, las luchas de legitimidad que producen la distinción entre las ciencias y las pseudociencias. 

De un lado, el camino del ateísmo está plenamente allanado; lo cual no es lo mismo que afirmar, como a veces se dice, que la modernidad sea atea. De otro lado, se abrirá el camino a la popularización de la metafísica. La reina desconsolada reencontrará su cetro en el pueblo. La metafísica erudita se mantendrá en los límites de la especialidad disciplinar (gobernada por teólogos, sacerdotes o filósofos); pero la metafísica popular recuperará para sí, la mezcla de todos los repertorios religiosos, paganos y no paganos, legendarios y de reciente invención; y será ministrada por los nuevos sacerdotes y profetas que irán emergiendo en un pueblo atomizado. 

Los dos caminos, el del ateísmo y el de la popularización de la metafísica, estarán correlacionados con el conflicto de la religiosidad moderna. La persistencia de institucionalidades premodernas en el modo de vida moderno, como vino nuevo en odres viejos, amenaza con desquebrajarse, avivando dos procesos representables en dos vectores de igual dirección pero sentido opuesto: uno apunta hacia el ateísmo y el otro hacia el misticismo; ambos en la dirección de la vida fragmentada y la sociedad atomizada. Por su parte, la modernidad, envasada en la persistencia de instituciones premodernas, se encarna en dos disposiciones en conflicto hacia la trascendencia: una que está inserta en la mediación desde la exterioridad (mantenida en la práctica sacramental), otra en la mediación directa desde la interioridad (privilegiada en la línea de la Reforma); la primera es la que conserva el “envase”, la otra es el vino que licúa el odre. 

Así, puede dibujarse el siguiente panorama para comprender la conflictividad religiosa en la modernidad. La pluralidad de cristianismos emergentes, con sus rasgos modernos, pone en crisis la hegemonía católica. Ésta, a su vez, se halla debilitada por la emergencia de un catolicismo moderno “sin sacramentos”, es decir, con sacramentos desacralizados, rituales rutinarios des-ritualizados; pérdida del sentido provocada por la aparición de disposiciones modernas: relegamiento de la espiritualidad religiosa a la dimensión interna y a la vida privada, y, por tanto, tendiente a prescindir de mediaciones externas, representadas por las instituciones premodernas que persisten y dan sentido a la Iglesia. 

Por su parte, la crisis de la Iglesia explota en cuatro direcciones, tres de ellas con el sello de la modernidad. Primera, los cristianismos alternativos, cuyas formas serán reapropiadas por el catolicismo moderno en proceso de modernización de sus instituciones. Segunda, el ateísmo, generalmente animado en el positivismo (cientificismo ateísta), la racionalidad instrumental economicista (utilitarismo desacralizante de las relaciones sociales), o en la razón iluminista (soberbia y prepotencia ilustrada). Tercera, la popularización de la metafísica, ministrada por los sacerdotes y profetas del New Age. Finalmente, una disposición, aparentemente desesperada, de autoconservación que trata de reforzar toda la institucionalidad en su naturaleza más premoderna, en oposición declarada contra los modos modernos de vida y recelosa de los intentos de modernización institucional, en consecuencia, penosamente anacrónica. 

Este análisis es en realidad mucho más complejo, pero todo espacio de escritura conlleva acotaciones y selecciones que obligan a dejar de lado muchos otros aspectos que enriquecen la comprensión. Por ahora, inicio un giro en la tonalidad de mis argumentos, para tratar de explicar, si es que a alguien pueda interesar sandez semejante, las razones de mis posturas personales frente al cristiano.


Ser y dejar de ser


Se estaría tentando a pensar que no se puede ser cristiano porque los cristianos no existen; la misma modernidad hizo imposible el cristianismo. Una vivencia de los sacramentos, en una sociedad desacralizada y atomizada, parecería un sinsentido. Los sacramentos de iniciación, los que hacen al cristiano sin el cristiano, es decir, en tanto "opus operatum", se desvirtúan en una sociedad fragmentada y escindida por la racionalización instrumental del mundo de la vida.

Por su lado, el politeísmo moderno parecería irreconciliable con la monolatria cristiana. Por mi parte, lo que me resulta inconsistente con el cristianismo son las disposiciones más habituales que se han ido internalizando en mi persona, y el ejercicio de reconocer lo que podemos ser. 

Hago nuevamente explícito mi respeto profundo por los distintos credos, incluyendo el credo ateo, y por las personas que comulgan con ellos. Sin embargo, considero falaz apelar a un supuesto “grado de inteligencia” con el que algunos pretenden desvirtuar la actitud religiosa, incluyendo la fe del carbonero, para vanagloriarse de un credo ilustrado o ateísta presuntamente superior. Yo preferiría apelar, mejor, a grados de ingenuidad; advirtiendo que puede haber ingenuidades deliberadamente asumidas, contra la arrogancia y prepotencia del ego ilustrado. 

De mis motivos, sería necesario advertir que lo que digo es resultado de un trabajo sobre mí mismo; una metanoia, en el sentido de los antiguos, que me obligaría a escribir en un estilo confesional, autobiográfico, pero que, aunque enriquecedor, resultaría demasiado extenso y, quizá, inconveniente para este momento. 

Por lo que vengo diciendo, se vería que las razones por las que prefiero tomar distancia del cristianismo están en la línea de asumirse en la existencia en lucha contra todo aquello que pretende reducir la vida a cualquier ismo.

Si dijera el porqué preferiría no ser cristiano, sería diferente al porqué no soy budista o islam; en el primer caso, se trata de un dejar de ser; en el segundo de nunca haber sido. En cuanto a no ser ateo, es algo que se comprendería mejor si me concedieran introducir algunos axiomas, y en cuanto a la disolución del agnosticismo, es un trabajo que me apareció posteriormente.

En cualquier caso, no es mi intención hacer ningún proselitismo religioso, tan solo decir mi postura. El que necesite afiliarse a algo, que se busque una doctrina, y allá cada cual que afronte la responsabilidad de asumirse en su existencia. 

A mi modo de ver, afirmar que yo no soy X, implica reconocer lo que es X diferenciándolo de lo que uno es o cree ser. Se podría empezar por describir las características constitutivas de algo y observar si algunas de esas características aparecen en uno; para luego tratar de establecer si una mayor o menor concurrencia de estas lo definen a uno como estando dentro o fuera. Este procedimiento, si bien es muy útil, tiene la limitación de ser atemporal, y a-histórico. Primero, supone una definición esencialista que, al aplicarse a casos como las religiones o la religiosidad, dificulta su comprensión en tanto objetos social e históricamente producidos. Tratar de definir una supuesta esencia del cristianismo no deja de ser algo complicado, y, si se me permite, sociológicamente inconsecuente. 


Decir, por ejemplo, que la esencia del cristianismo, es decir, lo que hace ser a la vez que distingue lo que no-es, está en el dogma de la encarnación, muerte y resurrección del Cristo; no deja de tener sus complejidades; no sólo por las analogías que aparecen cuando se hacen estudios de religiones comparadas, sino por las implicancias de los dogmas en la práctica específica de las personas creyentes. 




La religión del amor


"Unconditional love denies nothing: it embraces everything, seeing through fear and making new choices, but with love, not judgment" (Isha Judd)

Supongamos, sólo a manera de ejercicio retórico, que decimos: “yo creo en Cristo; por tanto, soy cristiano”. Creer en Cristo es, a su vez, creer en el dogma de la encarnación, muerte y resurrección, pues “si Cristo no ha resucitado en vano se cree”, como dice el apóstol de los gentiles. Asintamos y sigamos interrogando para ver las implicancias prácticas de nuestra fe. Cuando se escudriña un poco más, se encuentra que creer en Cristo es hacer la voluntad de Dios; “pues no es todo el que dice Señor, Señor, sino el que hace la voluntad del Padre”; de modo que creer, es actuar; y aunque esto es gracia divina, pues “no es por las obras sino por la fe”, “muéstrame tu fe sin obras y yo te mostraré las obras por mi fe”. 

Empezamos a buscar, entonces, cuál es “la voluntad del Padre”. En este punto se llega a un terreno particularmente difícil. Nuevamente el apóstol postrero nos da pistas. “Configúrense en Cristo” imitando virtudes, “vivan como vive Cristo” y las personas configuradas en Cristo; hasta que puedan decir “ya no soy yo quien vive, sino el Cristo que vive en mi”. Aquí se abre un abanico inmenso de opciones, cuya complejidad parece aumentar en función de la distancia temporal. ¿Cómo reconocer a alguien que se ha configurado en Cristo?, responde nuevamente el apóstol, “por sus frutos los reconocerán”. Pero, nuevamente, cuáles son los frutos del cristiano; “si se aman los unos a los otros, en eso reconocerán que son discípulos míos”, decía Jesús. Ahora, sin tierra firme, pisamos sobre el agua. Nuevamente, dejemos que sea Pablo nuestro Virgilio. Amar es ser paciente, es no ser egoísta, ni orgulloso ni engreído; es no enojarse y pedir perdón, es saber esperar y saber soportar; y una serie más de virtudes desplegadas por el apóstol, lo que yo preferiría resumir, usando la expresión de un “buey mudo”, diciendo, “amar es hacer el bien del otro”.

Hasta este punto, debo confesar que el cristianismo tiene una propuesta ética muy interesante; como dijera alguien, el problema no es el cristianismo sino los cristianos. Por otra parte, considero un acto loable de sinceridad y valentía el de todos los que, como el Gog de Papini, reconocen que su propio temperamento y carácter no es compatible con las virtudes del cristianismo, distanciándose consecuentemente. 

Por mi parte; confesaría que, a pesar de tener en gran estima muchos de los componentes de la doctrina, varias de las virtudes cristianas no dejan de resultarme, en ciertos sentidos, incompatibles con mis disposiciones habituales. 

Consideremos ahora otra cuestión. ¿Se puede llamar cristiano a alguien que produjera los frutos del amor? La pregunta es intencionadamente retórica. Si se sigue un cierto camino, la respuesta es afirmativa; pero habría que hacer algunas precisiones. Si aceptamos que la fe es una gracia divina, que nadie va a Cristo si el Padre no se lo concede, y que, nadie produce los frutos de Cristo sino en virtud de Cristo; el amor se convierte en algo privativo del cristianismo; lo cual tiene peligros de etnocentrismo. Conocidos son los rompederos de cabeza en los que supieron meterse los apologetas de principios de la era cristiana, arguyendo con “las razones seminales” y otras ficciones, para tratar de contemplar la posibilidad de “cristianismos” antes del Cristo. En esto no me interesa entrar. Busquemos, entonces, por otro lado. 

El "cuarto" Evangelio del Canon, que según se dice fue escrito por los discípulos de Juan, o quizá por él mismo; es, a mi parecer, y no sólo al mio, el fundamento de una religión cuya esencia y misterio es el amor mismo. No me interesa hacer aquí interpretación alguna; el que desee, encontrará un gran número de ellas, incluyendo interpretaciones gnósticas y neoplatónicas. Por mi parte, retomaría simplemente diciendo, si me lo preguntan, que amar es obrar el bien del otro. Sin embargo, el gran problema es que en realidad, no sabemos lo que sea el bien.

Antes de proseguir, permítase que me sirva de algunas de esas “frases de cajón” sacadas de Juan. “De tal modo amó Dios al mundo que dio a su Hijo… para morir en la cruz”. Esta es sin duda una de esas frases que hace carrera y no deja de ser desconcertante. No sabemos qué pueda decir o implicar realmente; no pensemos en Abraham clavando un cuchillo a Isaac; tratemos de darle la mística que podría merecer. En la cruz, Jesús va haciendo una serie de renuncias; que en clave no-cristiana podrían leerse como la muerte del ego. No sólo muere a la filiación renunciando a su Madre, sino que declara el sentimiento de abandono más profundo de parte del Padre. Finalmente, cuando “todo está consumado”, se abandona a sí mismo en la nada, es decir, encomienda su espíritu al Padre. Este instante es, a mi modo de ver, el momento más sublime de todo el misticismo, en el que se disuelve todo Cristo, y todo cristiano. El punto donde no hay frontera, el no-tiempo, la muerte de Dios y del Hombre, la vacuidad absoluta, la Nada.

Aquí ya algunos empiezan a levantar sospechas hacia mi cristianismo anti-cristiano y mi anti-cristianismo cristiano. Otros sólo ven un juego de palabras. Me quedo con éstos últimos. En realidad, el nombre no dice mayor cosa; puede llamarse de un modo u otro; pero tampoco hay una sustancia tras las palabras. Es difícil ser diáfano aunque se sea hijo de la modernidad; de hecho, aun cuando se compartiera una crítica al misticismo irracionalista de la "Weisheit" y la "Tiefsinn", en favor de la distinción conceptual y la claridad, tal no siempre se puede y no siempre resulta necesario o deseable.

A nadie ha de importarle lo que escribo y al que le interese hará sus esfuerzos. Los demás no encontrarán nada útil aquí y no es necesario que lo encuentren; caminos mejores sin duda los hay. Yo solo comparto un poco del camino que he recorrido, que no es por eso más mío. Escribo, no “para todos”, sino para el que le llegare a interesar aunque en número no fuera ni uno. 

Tengo la creencia de que a uno pueden o no interesarle las cosas. Hay personas a las que el tema religioso simplemente no es de su interés, no les interesa, en absoluto, ni preguntarse por el asunto, ni definirse por dentro o por fuera de un sistema de creencias. Consecuentes con ello, no se les ve haciendo proselitismos ni religiosos ni antirreligiosos; simplemente son indiferentes. Esto es perfectamente normal, e incluso, muy moderno. En mi caso particular no sólo sería redundante decir que tengo un peculiar interés, sino que además, ha sido el camino recorrido para dejar de ser, por la vía del reconocimiento. Nacido y formado en una fuerte tradición católica, me resultaría insensato aparecer como un no-cristiano sin explicar al menos, los trayectos por los que preferí alejarme, hasta donde fuera posible, y con respeto, de aquellas doctrinas en las que ha sido uno forjado.

En este punto, a mi modo de ver, me encontraría particularmente lejano de la ortodoxia doctrinaria de la Iglesia. Así que este es uno de esos puntos donde mi posición es tan poco cristiana como cada cual, según sus afinidades, quiera juzgar. Si mi postura es o o no es, finalmente, es algo que pasa a un segundo plano y poco me interesa ahora resolver. Por mi parte, reivindicando mi condición de paria, prefiero no ser que ser. 

Retomando, decía que el cristianismo, es una religión del amor. Se es cristiano si y sólo si se cree en Cristo. Creer en Cristo implica hacer la voluntad del Padre y los frutos del amor son el testimonio de los discípulos de Jesús. Pero amar es obrar el bien del otro y no sabemos lo que sea el bien.

Conocidos son los quebraderos de cabeza en los que supo meternos Sócrates a este respecto. Pero podríamos postular, para salir por la tangente, que la pregunta estaba mal planteada. Hagamos, pues, caso omiso al filósofo del ágora y dejemos que el sustantivo vuelva a su condición de adjetivo. La inexistencia del bien, con respeto por los anselmistas, no impide que algo pueda gozar de la cualidad de bueno. El obispo de Hipona, bajo el genio de Platón, supo darse cuenta que el mal no existía, lo cual no le impedía señalar lo malo, el pecado y la corrupción; sin embargo, por ese mismo genio platónico, no llegó a percatarse que la existencia del bien no era condición necesaria para que en las cosas se pudiera dar la cualidad de lo bueno. Ya es claro desde dónde me estoy parando, pero ahora no es mi interés ahondar en este aspecto. Con que se me conceda que la existencia del bien y del mal no son necesarias y que es suficiente la cualidad de lo bueno y lo malo; obrar el bien, aunque también implique romper con el aquinate, no es otra cosa sino aumentar la potencia de algo o de alguien.

El cristiano, entonces, ama y obra el bien del otro. Pero, ¿puede entonces un no-cristiano producir los frutos del amor?; evidentemente sí; pues una condición presupuesta puede no darse y, sin embargo, producirse la consecuencia. En este punto, podría rebatirse que sólo por gracia divina se producen los frutos del Espíritu. De concederlo, habría que conceder también que la divinidad puede obrar en el hombre a pesar de la voluntad del hombre, pero preferiría no seguir esta vía que tiene otras implicancias difíciles ahora de sortear.

Avanzó un poco más, ¿puede concebirse un obrar en el amor siendo ateo? Por la misma lógica anterior, es perfectamente concebible. Más aún, ¿hay amor sin Dios? Aquí me adentraría en terrenos muy obscuros. El camino de la definición por género y diferencia, el camino de encontrar la esencia del cristianismo, se hace difícil de surcar. Quizá se pueda avanzar un poco más si se transcurre otra senda. 

Sabido es que la mayor parte del cristianismo es platonismo, pero de su lado, el tomismo aristotélico no avanza mucho en este problema. Dios ha sido identificado con el Bien, esto es platonismo incluso en el tomismo, porque también Aristóteles es platónico en este aspecto. Si se sigue en esta línea, la no existencia del Bien, implica la no existencia de Dios; pero antes he dicho que el bien no es necesario para que pueda darse algo bueno, como tampoco el mal es necesario para que haya corrupción, con lo cual, no conviene asumir tal identidad, so pena de incurrir en un ateísmo ingenuo.

Si me preguntan, entonces, claramente no creo en el Dios de los cristianos por haber renunciado al platonismo en este punto. Pero ser paria y auto-excomulgarse es un puro asunto político, y el mundo de la vida es mucho más que lo político.


La liturgia de la tristeza 

"El cristianismo es la religión de la tristeza, el catolicismo una religión lúgubre" (Ermita Erial)

Por más que quieran cantar y hacer himnos eufóricos, el cristianismo es la religión de la tristeza; no se puede ser auténticamente alegre y auténticamente cristiano a la vez, es una eterna contradicción. Es siempre la religión de la culpa, de la cruz, del sufrimiento, del amor sacrificado en la crucifixión. Por más arquitectura postmoderna que renueve en sus altares, la alegría de la resurrección se pierde en las lúgubres liturgias y templos del catolicismo. Los herederos cismáticos de la Reforma, por su parte, reproducen en la euforia de sus vidas cultuales la sórdida culpa de un amor inmerecido, y con ella la pena y la culpa inherente a todo cristianismo.

Conozco muchos cristianos de buena fe que tienen en la Resurrección del Cristo un motivo de alegría, y en ello se consideran dichosos. Algunas parroquias han desmontado el crucifijo sobre sus altares para poner el rostro alegre del Resucitado; pero en cada liturgia, como la Eucarística, la Acción de Gracias, la celebración de la Alegría del Cristo; reproducen la eterna tristeza de un dios eternamente triste que vive en un pueblo eternamente penante.

"Confíteor Deo omnipoténti... quia peccávi nimis, cogitatióne, verbo et ópere... mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa". Sea que se diga en Latín o en cualquier lengua vernácula, la liturgia es la misma que inicia en la reproducción eterna del pecado, condición sine qua non del pecador. La religión de la culpa que clama "misereátur vestri omnípotens Deus, et dimíssis peccátis vestris"; y nuevamente suplica "Kyrie eléison". Nuevamente, exaltado en alabanza, en el Gloria in excélsis Deo, la evocación del Agnus Dei reproduce la condición del eterno pecado.

En Credo, la liturgia, latina o vernácula, es siempre "crucifíxus étiam pronobis"; y aunque resucita, es nuevamente para "íterum ventúrus est cum glória judicáre vivos et mórtuos". Continúa en la reproducción eterna del sacrificio, de la pena, la súplica para ser librado del Juicio: "oráte fratres: ut meum ac vestrum sacrifícium acceptábile fiat..."; tras la consagración, eterna reproducción de la crucifixión, vuelve "Agnus Dei, qui tollis peccáta mundi...". Al final, la liturgia eucarística: "Dóminus vobíscum... Ite missa est". El sacrificio ha terminado para volver a empezar. Religión, religar, reelegir, releer, la reproducción eterna del pecado y del sacrificio perpetuo; mientras el Alegre rostro del Resucitado, tallado en la piedra inerte, contempla la eterna imagen del crucificado, mientras sus oídos escuchan la lúgubre liturgia del amor sacrificado.

Ser cristiano es entrar en el pecado y la culpa; pues no es otra cosa la Crucifixión que la Salvación, el Sacrificio eterno de la redención eterna del eterno pecado; y la Resurrección, un clamor de un Juicio Final, un grito que demanda la recompensa de un premio y la pena del castigo; el dios que hace justicia sobre la cabeza de los impíos, a los corazones absortos amantes de la culpa, carentes de indulgencias.

Dios no quiere sacrificios, no hagas una idolatría en el misvot, enseñaba el Talmud Judío. Afirmar que Dios quiere algo es un sinsentido, una contradicción.
Mejor es considerar a al "divinidad como un ser viviente incorruptible y feliz... y no atribuirle nada ajeno a la inmortalidad e impropio de la felicidad", como decía el sabio Epicuro, pues, finalmente, "no es impío quien suprime los dioses en los que cree el vulgo, sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo."


Una religión de la culpa


Una religión del amor parecería ser opuesta a una religión de la culpa. Este punto me parece particularmente complejo. Hay una relación paradojal que, a mi modo de ver, fundamenta el cristianismo como religión, es decir, como fenómeno que acontece en la sociedad.

La culpa originaria, es la condición que necesariamente debe reproducirse para que todo el misterio del Cristo tenga sentido. La encarnación, muerte y resurrección, difícilmente se comprenden sin este principio. Adán simboliza la ruptura con Dios, y Cristo, el nuevo Adán, es la reconciliación del hombre con su Creador. Pecado significa, estar separado, en ruptura con Dios; Cristo asume la muerte y con su muerte pone fin al pecado, es decir, reconcilia a la raza humana con el Creador.

Si Cristo ha lavado con su sangre el Pecado Original, sería pensable esperar que el cristiano, es decir, el que ha muerto al pecado para renacer con Cristo por medio del Bautismo, no estuviera ya más separado, en ruptura, con Dios. Sin embargo, el cristiano reproduce en él, una y otra vez, la culpa; con lo cual, nunca es una nueva criatura en Cristo.

Este punto exige una atención cuidadosa, porque es un asunto muy delicado y no convendría inferir consecuencias apresuradamente. Uno de los argumentos que pretenden explicar esta reproducción, es decir, que el cristiano repita una y otra vez el "mea culpa" con simbólicos "golpes de pecho", es la perfectibilidad de lo humano. Esto es algo que también puede sonar muy aristotélico, aunque no privativo de este, "la virtud perfecciona el obrar" pero sólo Dios es Perfecto. Con esto, la perfecta expiación de la culpa es la obrada por Cristo; pero la debilidad de la carne le hace al hombre volver a caer en pecado, es decir, volverse a separar de Dios. El ciclo de la reconciliación y la vuelta al pecado, se repiten así a lo largo de la vida del individuo; quien por la acción del Espíritu va perfeccionando su obrar hacia la perfección. Por su parte, el mismo ciclo que acontece a nivel individual, se reproduce a nivel social para garantizar la permanencia del fenómenos religioso en la sociedad.

Cuando se dice sólo Dios es Perfecto, o sólo Dios es Bueno; se puede decir en cierto sentido. La noción de lo perfecto, presenta el mismo artificio que la de Bueno, se sustantiva y se "sustancializa". Perfecto es en realidad un predicado, y si se mira, es un predicado relacional. Algo es perfecto con respecto de algo. Ese algo, otra de las herencias greco-platónicas del cristianismo, es la esencia. Entonces, algo es perfecto si se adecua a su propia esencia; pero las cosas varían en grado de perfección, porque nunca son tal cual podrían ser, sino que se alejan o aproximan a lo que deberían ser; con lo cual, la imperfección es la inadecuación entre lo que es y lo que debería ser, es decir, entre la cosa y su esencia.

Esta distinción entre el ser y el deber ser sólo es posible si se asume que las cosas dependen, participan o se orientan en virtud de una esencia que las define en su ser. Pero si se piensa que las cosas no están en función de una esencia universal que las hace ser sino que cada cosa es lo que puede ser cuando lo puede y como lo puede ser; entonces habría que pensar la idea de lo perfecto en otro sentido. Cada cosa es perfecta en relación a sí misma, por tanto, sólo puede ser "imperfecta" si se le compara con algo que no es ella misma, incluso un modelo ideal de su género. Pero si cada cosa es idéntica a sí misma, entonces, cada cosa es perfecta en sí misma. 

Si, por otro lado, asumimos que el bien no es algo necesario, tampoco lo perfecto es necesario, como no son necesarias las esencias universales para que las cosas sean; con lo cual, una cosa no puede ser imperfecta más que si se le compara con otra; y aunque una misma cosa pueda aumentar o disminuir en grado de perfección de un momento a otro (en cuanto se adecua más a un modelo idealizado y preferido), en cada momento que se le considera es plenamente tal, sin que esté privada de nada; luego no hablaríamos de imperfección sino sólo de cierto grado de distancia hacia lo preferible o deseado.

Sólo con un modelo ideal, como el de Cristo, el hombre resulta imperfecto. Gran parte del cristianismo ha sido la imitación de Cristo, es decir, la reproducción de la imperfección como condición de la perfectibilidad humana. Esta es la situación paradojal del cristianismo, salva y condena; limpia y mancha; pero esta tal paradoja es la condición de su existencia y permanencia como hecho social, como fenómenos religiosos de la sociedad que se reproduce en cada uno de los individuos. En este punto, a mi modo de ver, la solución sociológica sería el abandono de la religión cristiana, para salir del círculo; pero una posible solución religiosa es este anticristianismo cristiano; es decir, asumir la perfección de Cristo como la perfección de cada cosa en su ser. Cada cosa es perfecta en virtud de ella misma, como Cristo es perfecto en virtud de sí mismo. Cristo deja aquí de ser un modelo extrínseco, para convertirse en un llamado a evolucionar, esto es, a ser más virtuoso, a aumentar cada vez más la propia potencia, las condiciones de posibilidad de la propia naturaleza. Es esto lo que llamo un anticristianismo cristiano, pues ataca directamente el dogma fundamental del Cristo, y hace a todos cristo mismo como fuerza interior de la propia perfección. Así, no resulta necesario un modelo de perfección que tenga que ser imitado; sino que cada cual va hacia sí mismo, abrazando y apreciando la plenitud y perfección de su ser en cada momento. 

Como no es mi intención más que expresar mi postura, no se pretenda pensar que ese juego de palabras contradictorias es un artificio de inventiva inaugural. El que le interese ser cristiano, que se haga cristiano, y que se forme en la doctrina; pero de lo que yo digo tenga claro que, por un lado, en muchos puntos es irreconciliable con lo que enseña el Magisterio de la Iglesia; y, por otro, para los que son más afines al protestantismo o demás cristianismos modernos, nada conciliable encontrarán en lo que digo, pues de principio les ha de sonar muy extraño que para hablar de Cristo o de la Escritura se tenga que hablar de filósofos griegos y discutir con escuelas y corrientes hermenéuticas, materia en la que, por cierto, supieron avanzar más los protestantes que los mismos católicos.

En mi caso, me hago la pregunta ¿Para qué querría una persona hacerse cristiano? Ciertamente, no lo sé. Podría intuirse que se convierte tal porque, dado que nadie va al Padre sino por el Hijo, que es el camino, la verdad y la vida, y como sólo en Cristo hay salvación; entonces se hace cristiano para ser salvo. Pero ¿salvo de qué? Bueno, aquí confieso que me resulta demasiado obscuro el asunto. 

Después de muchas cavilaciones no menos estériles, estaría inclinado a aceptar que no es otra cosa sino ser salvado de uno mismo. En efecto, si la culpa ha sido ya limpiada, si por Cristo el hombre se ha reconciliado con su Creador; lo único que lo separa a uno de Dios es uno mismo. Entonces, no ha de sonar tan extraño que uno pueda ser su peor enemigo. 

Aquí alguien podría volver a los viejos maniqueísmos, al dualismo; pero yo he preferido plantearlo diferente. Hablo de una necesaria disolución del ego. Es decir de todo ese andamiaje que recubre y en el que buscamos seguridad; que nos pone a la defensiva, que nos hace soberbios; ese mecanismo que, cimentado en el miedo, ha creído hallar en la razón moderna el principio de su autogobierno y la aparente seguridad de controlar todo cuanto puede. 


El pecado por la Idolatría

"El entendimiento comprende o cree, el corazón confía. Hay dioses que separan de Dios, mas  dioses hay que son Dios." (Ermita Erial)

Los fervorosos iconoclastas, condenando la idolatría no pueden otra cosa que hacerse idolatras sin saberlo y sin quererlo; aún ellos siguen creyendo en Dios. Quizá pueda encontrarse en los Talmudes la prohibición de hacer de Dios un ídolo. Esto puede sonar muy extraño, pero en el pueblo hebreo habían incluso tenido la precaución de solo hablar indirectamente del Innombrable. El Dios cristiano, excepto por el creacionismo, es un invento muy griego, que encuentra sus inflexiones en la evocación de una tradición hebrea.

Por mi parte, no me interesa discutir sobre lo que pueda ser ese Dios judeocristiano. Simplemente, he observado que toda idea de Dios es, como cualquier idea, una construcción socio-histórica que no deja de tener sus complejidades. Creer en Dios, es creer una idea, o un conjunto de ideas, dentro de un sistema de creencias incorporados social y culturalmente. Es siempre una mediación y, de otro lado, una de esas estrategias del ego para sentirse seguro y refugiarse del miedo. El cristian-ismo, como todos los ismos, es un conjunto de creencias socialmente constituido; cambiar de religión, hacer una nueva, hacer una doctrina; si se mira con cuidado es un acto de idolatría.

Ahora bien, según esto, muchos cosas culturales resultarían idolatría; esto es parcialmente cierto, pero habría que ser cuidadoso. Recordemos que pecado es lo que separa al hombre de su Creador, y en últimas, lo que lo separa de sí mismo. Es el ego el que transporta y se aferra a los sistemas de creencias; es parte de su forma de generarse un espacio de seguridad y de ilusión de poder controlar aún lo que escapa a su control. Todos los dioses separan al hombre de su Naturaleza infinita, son ídolos; pero, a su vez, cada dios es Dios siendo. De ahí que muchos se han encontrado en Dios por medio de los dioses, incluyendo algún modo del dios judeocristiano. Así, el problema no es Dios sino los ídolos, incluyendo a Dios en tanto ídolo, por cuanto crean ruptura entre el hombre y la Naturaleza infinita en la que él es y existe.

La disolución del ego, es el camino para reconciliarnos con nosotros, con el mundo de la vida, con la naturaleza, con todo cuanto hay. El ego tiende a conservar la separación, la diferenciación y, en últimas, las creencias en Dios. La necesidad de gobernar y autogobernarse, es decir, de controlar todo el mundo de la vida, por medio de la razón y de la ciencia es el producto del miedo, de la incapacidad de confiar y disfrutar. NO se trata de no usar la razón o despreciar la ciencia sino de observar nuestros miedos, empezar a sanar la separación con nosotros mismos, por el camino de la confianza, como cuando el pueblo caminaba en el desierto y confiaba, o como cuando Jesús confía su ser y se abandonaba en la nada de la muerte. 


Abandonarse en Dios es una expresión que difiere de creer en dios. Las religiones son sistemas de creencias; son un plano pueril que no llega a la confianza, no permite el abandono, sino que se aferra a la fe, a una doctrina, a una idea; de ahí que se diga que todo culto es idolatría. Lo contrario de la fe y de la creencia es el abandono; esto es lo que experimentaba Jesús, quien nunca fue ni se haría cristiano, pues no necesitaba creer en Dios, sino que se abandonaba totalmente a sí mismo en Dios.

La confianza es entender que se está en el mundo, que se es siendo, y que la existencia misma no nos pertenece. Dios está en cada cosa en tanto esa cosa existe; y las cosas no tienen otro asunto más sino existir sin poder gobernar su existencia, pues la cosa no tiene soberanía sobre la existencia misma. Confiar en Dios es abandonarse en la existencia, en la vida; para no caer en la ilusión de que se gobierna sobre lo que no se tiene soberanía. Los seres humanos pueden y deben gobernar sobre sus propios inventos, pero no tienen más soberanía sobre sí mismos que la que se tiene sobre la existencia. La existencia no está regida por el gobierno de los humanos; aunque la existencia de las cosas concretas, incluyendo los humanos, pueda ser modificada, por el mal gobierno de lo que puede y debe ser jurisdicción humana.



Cristianismo y Política 


"Wachleben ist, für die Welt wach sein, beständig und aktuell der Welt und seiner selbst als in der Welt lebend 'bewusst' sein, die Seinsgewissheit der Welt wirklich erleben, wirklich vollziehen." (Husserl, Kr.)

Hay que decir que el asumirse cristiano es una cuestión religiosa con fuertes connotaciones políticas. El cristianismo es, particularmente, una postura política.

Del mismo modo como no hubo una sola doctrina, tampoco hay una sola postura política en el cristianismo. A lo largo de la historia, los concilios, las bulas y las encíclicas constituyen posicionamientos políticos de la Iglesia; del mismo modo, los pronunciamientos e intervenciones de Obispos y prelados, que hablan y actúan desde su investidura, y por tanto, como representando a la iglesia, son también acciones políticas del orbe cristiano. Todas estas tomas de posición y acción de la Iglesia ante las circunstancias del mundo y de la sociedad, han sido muy variadas, incluso, hasta contrarias. Muchas posturas de Trento pueden diferir diametralmente de las de Vaticano II, por ejemplo; así como lo expresado en algunas bulas y encíclicas puede estar más acorde o resultar poco pertinente para el contexto al que se dirige.

Por su parte, no sólo los pronunciamientos, sino los símbolos que se portan en el cristianismo, son banderas políticas que indican la filiación no sólo a un sistema de creencias sino a la Iglesia misma como institución política. Así, el cristo, el rosario, los escapularios, el habito de los religiosos  y demás símbolos que indican la pertenencia y, por tanto, la simpatía con las posiciones políticas de la Iglesia.

En este punto, conviene, no obstante, hacer algunas precisiones. Ya he dicho que no se puede decir que haya una única postura; pero la estructura misma de la Iglesia supone cierta centralidad Política en el Vaticano, en los Obispos y Prelados; aunque pueden verse notorias las divergencias entre diferentes comunidades religiosas, e incluso, entre movimientos integrados por laicos. Así, el Papa no es la Iglesia pero gobierna su estructura. Esto es lo que ha hecho que sacerdotes o religiosos de un cariz muy diferente, hayan llegado, incluso, a declararse en desobediencia y romper con la estructura; o, ser sancionados y penalizados, hasta destituidos o anatemizados, bajo la institución jurídica, el Derecho Canónico, que rige para la Iglesia en tanto sociedad política.

Las comunidades religiosas, por su parte, tienen sus propios sistemas jurídicos que los rigen dentro de una circunscripción limitada a los que son miembro de dicha comunidad. Estos, a su vez, pueden diferir en posturas y pautas entre una comunidad y otra, o de una fracción a otra al interior de una misma Orden; sin embargo, están sujetos a la Iglesia como a un todo jurídico.

Las acciones de canonización, a su vez, pueden entenderse como acciones políticas por la legitimación. La apropiación de la interpretación de una doctrina o de los cultos a los santos. Lo que distinguirá entre los cultos legítimos y los no legítimos o paganos. Un ejemplo podría ser la canonización del Buey Mudo, y de paso, la apropiación del tomismo, que pasó de ser tenida como herejía, en muchos aspectos, a  una filosofía al servicio de los intereses políticos de la Iglesia y caballito de batalla para Papas como Leon XIII cuando se han visto amenazados por la modernidad ilustrada y el positivismo.

Dentro de la Iglesia, surgieron posiciones políticas muy humanistas, algunas muy hijas de su época, como sucedió en América Latina en la segunda década del siglo XX con la llamada teología de la liberación; que posteriormente fuera declarada como herejía y expulsada al plano de la ilegalidad jurídica y moral. Otras, progresistas para su época, sin que por eso pudieran escapara a las propias lógicas que rigen la época; como las acciones de De las casas, Montesinos, y otros. También han surgido otras, ciertamente inhumanas, como las de Torquemada, o las que han consentido y apoyado el avasallamiento y la destrucción del hombre por el hombre.

Todo esto debe considerarse como tomas de postura y acciones políticas asumidas por la Iglesia, o por miembros con mayor o menor peso político dentro de ella. La Iglesia es una institución eminentemente política y religiosa. De ahí que ser cristiano, es también asumirse dentro de una comunidad que toma posturas políticas con las que muchas veces el cristiano de a pie no está dispuesto a comulgar.

No sólo dentro del cristianismo católico, también los grupos no católicos se asumen en posicionamientos y posturas políticas; en tal caso, allá cada cual tendrá que ver y pensarse en las propias filiaciones y afinidades dentro su iglesia particular.

Pertenecer a una religión, entonces, es pertenecer a una comunidad política que asume posturas y acciones políticas. Aunque la iglesia no es la Iglesia, como el pueblo no es el Estado; cuando una institución no representan adecuadamente a una comunidad, pasa como cuando un pueblo no se siente representado en sus gobernantes o como cuando la estructura de un Estado resulta poco apropiada para una nación.

A este respecto, hay que diferenciar la crítica política al Vaticano en tanto que es, históricamente, un cuerpo político, con incidencia en la sociedad civil. La religión, por su parte, es un asunto personal, y está en el fuero interno de las creencias de cada persona; cada quien es libre de creer en lo que quiera creer, y toda creencia merece el respeto profundo, en tanto configura los valores de las personas dentro de un sistema de creencias.
En cuanto a lo político, nuestra crítica se levanta, NO contra los católicos de buena fe, sino contra el Prelado que desde Roma, actúa políticamente, con acciones que en la historia merecen ser repudiadas y aquellas jugadas que pretenden deslegitimar y echar por tierra, apelando a un moralismo sin ética, las reivindicaciones que en el plano del Derecho se han logrado tras la resistencia y lucha organizada frente a la discriminación de género, los delitos de lessa humanidad bajo regímenes dictatoriales, entre otras atrocidades, consentidas y aprobadas por los Prelados de la Santa Madre Iglesia.

La Revelación y la Razón Natural 

Toda idea de dios concebida a partir de cualquier revelación tiene el problema de la interpretación y la equivocidad. Prueba de ello son la gran variedad de religiones, aun contrarias entre sí, y basadas en la misma fuente de revelación. Ni aún los mejores exegetas logran ponerse de acuerdo en cuestiones fundamentales, y en cuanto logran ponerse de acuerdo, convienen en los puntos que les resultan más comunes a diversos sistemas de creencias y que incluso pueden ser alcanzados por la razón humana; con lo cual, la revelación termina siendo punto de tropiezo o al menos innecesaria.

Aun cuando se aceptara como dogma de fe la Revelación, habría necesariamente que aceptar que son modos humanos de hablar. Empezando porque al estar vertida en lenguajes cuya comprensión yace siempre arraigada a formas situadas de expresión del pensamiento de pueblos particulares, su inteligibilidad pasa por la comprensión de los usos semánticos de las diversas culturas depositarias de cualquier revelación. Esto, sumado al hecho de que toda traducción es interpretación adaptada a contextos diversos de recepción del lenguaje y la cultura, vuelve aún más complejo el acercamiento de la mente poco instruida a los contenidos de la revelación. La idea de dios  pasa así a ser dominio de la erudición de los doctos, de los "hermeneutas acreditados", con lo cual se perdería el propósito del hecho mismo de la revelación, es decir, su acceso a las personas más simples, vulgares y poco instruidas. De otro lado, el pretendido "sola scriptura", tan característico de la Modernidad, obvia el problema de la formación del hermeneuta, de las mediaciones institucionales y las mediaciones culturales de todo lenguaje; lo mismo que la apelación al "sentido común" que desconoce el arraigo de toda "comunidad de sentido" a un contexto cultural e histórico situado, su efecto es igualmente la diversidad de interpretaciones, contrarias, surgidas bajo la invocación de un mismo espíritu paráclito.

De este modo, como toda idea conlleva mediaciones en el lenguaje como modos humanos de expresión , situados en el tiempo y en el espacio, en la historia y la cultura, la idea misma de dios es una idea necesariamente humana; de donde se entiende que los pueblos han creado a sus dioses a su imagen y semejanza. Un hecho antropológico interesante, pues los sistemas de creencias, es decir, los dioses, ayudan a comprender la cultura de los pueblos que los adscriben.

De ahí que haya sido en algunos lugares del pensamiento griego, como en algunos momentos de la modernidad, donde pudo emerger una idea racional de dios; que inevitablemente tendía a excluir las ideas legadas por las tradiciones religiosas y más prosopopéyicas. El dios irascible, celoso, sujeto de deseos y pasiones, daba paso a un dios más depurado de todos esos rasgos incompatibles con la pretendida nobleza de la razón. La última evolución de la idea de dios fue entonces un antropomorfismo más digno de la dignidad del ser humano, una idea racional y coherente de dios.

Dios se define entonces por su perfección, esto es por su ser acabado; de tal modo no podría ser concebido con rasgos personales, sujeto de pasiones o de contingencias, tendría que ser necesariamente una idea más abstracta. Así desaparece el dios de los teístas, emergen formas de deísmo y panteísmo, de lo que podré hablar con más detalle en otra oportunidad.


De la idea de Dios o los dioses


"No es impío quien suprime los dioses del vulgo sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo" (Epicuro)

Las personas teístas gustan de contar diversas anécdotas en las que hay siempre ateos, quienes son movidos por el miedo de circunstancias adversas o inciertas a abandonar momentáneamente su ateísmo y refugiarse en la idea de dios. Sin embargo, estos mismos teístas señalan el punto de la cuestión para dejarlo pasar de largo. Justamente, son sus propios miedos los que los llevan a asentir a supersticiones que pueden llegar hasta los extremos más asombrosos, y a peculiares contradicciones veladas por la comodidad del teísmo. Sin embargo, no les interesa atender a que del hecho que un ateo salga corriendo a refugiarse en el altar ante un miedo cualquiera, no se sigue la existencia de dios alguno, como a veces creen ingenuamente demostrar, sino la presencia de la sensación de miedo y la impotencia para resolverlo. En realidad, he escuchado y leído muchas anécdotas, que adquieren el estatus de leyenda con moraleja, que dejarían desconcertado a cualquiera que se detuviera a observar la terrible idea de dios subyacente; casi siempre se involucran accidentes en extrañas circunstancias donde se salvan los teístas y mueren los ateos. Sin duda una terrible idea de dios que ninguna mente racional estaría dispuesta a asumir.

La idea de dios es justamente un efecto; la ingenuidad del ateísmo consiste en quitar a dios pero olvidan trabajar en la causa que lo genera, el miedo, de ahí que no sólo ante las circunstancias adversas salen corriendo a refugiarse en los altares, sino que se yerguen otras formas que ocupan ese lugar y se asumen como dioses, así pasa con su relación con proposiciones tomadas de la ciencia, ideologías de diferente índole, etc. Así, el ateísmo solo ataca los efectos pero se olvida de la raíz del problema. Si se quita la idea de dios se queda en un camino a medias que puede revertirse fácilmente. Pero si se va a la raíz del asunto es posible que la necesidad de la idea de dios, o cualquiera sea la forma que adopte el refugio del miedo, se desvanezca naturalmente y se entre en una experiencia mucho más profunda.

En mi experiencia, la necesidad de la idea de dios o los dioses en general ha ido menguando hasta casi desaparecer en la medida en que voy a una experiencia mucho más profunda. Antes era dado a creer en dios, pero a medida que esas ideas se fueron depurando, me daba cuenta que lo que yacía tras ellas era cierto apego a las herencias de la infancia. Cuando reviven, reviven en un sentimiento nostálgico o también como un refugio del miedo. Sin embargo, me basta prestar un poco de atención a estas ideas para descubrir su inconsistencia y la voluntad supersticiosa que las asiente.


NOTAS: 

[1] Nótese que no digo feudal, como suelen hacer muchos, pues es claro que el feudalismo es sólo un momento de la configuración premoderna y no su totalidad, como tampoco es la totalidad del cristianismo premoderno. En adelante, recuérdese simplemente que una proposición de la forma S es P, puede hablar de la totalidad de S, pero no de la totalidad de P.

[2] Cuando digo “efecto de modernidad”, juego con una implicancia circular. De un lado, la modernidad debe producir sus propias condiciones de existencia y, paradójicamente, se entendería que no puede emerger si no están dadas las condiciones sociales de su existencia. Esta paradoja de disuelve si se distinguen analíticamente las relaciones e implicancias lógicas de las cronológicas, es decir, la comprensión de la dimensión temporal de las dinámicas sociales.

[3] Entiéndase que el argumento va en la línea de mostrar que la religión, en la estrategia de la modernidad, va perdiendo peso, como principio cohesionador de lo social, frente al Estado. La política, por ahora, la entenderé como un juego de estrategia, estatal o no, en la lucha por el dominio legítimo de los dispositivos de cohesión social, es decir, por la hegemonía. 

[4] Se entiende que el cristianismo anglicano no deriva directamente de la reforma, aunque tiene unas construcciones particulares de la vida sacramental; por otro lado, la vida sacramental en la Iglesia ortodoxa está configurada, aún con sus diferecias, en la misma premodernidad católica.

[5] En este punto, el efecto de modernidad, es clave para comprender la insistencia de Maquiavelo, Hobbes, entre otros, en la necesaria separación entre la ética y la política.

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