El texto, el cuerpo y la vida
A modo de advertencia:
Si Ud. está aquí es que alguna curiosidad lo ha movido; pero lamento informarle que nada hay en La ermita esteparia que pueda saciar curiosidad alguna; por cuanto le será de más provecho si da vuelta a su buscador y navega en otro blog. Quizá le venga bien salir. Le recomendaría ir a una biblioteca y buscarse un buen libro; quizá se encuentre algo de Chejov, de Boudelaire, Borges, Camus o hasta de Kafka o Cortázar, o algún otro que pueda satisfacerle en mejor modo. Ciertamente creo que son pocas las probabilidades de que coincida Ud. en los asuntos que a mi interesan y, menos aún, en el modo de haberme en ellos interesado. Ahora bien, aún así se queda a leer aquí, sea pues bajo su responsabilidad todo displacer que le causen las faltas a toda moralidad de la escritura, a la política, el decoro y buen juicio, dispense el poco rigor y la falta de disciplina, las inconcordancias de número y género, de sexo y de estilo.
Del texto al cuerpo como principio cohesionador
Los textos deben tener una línea; pero de qué habla un texto. Los textos son coherentes, su línea los guía, forman una estructura, una unidad de sentido que se desglosa mientras se desarrolla en otras unidades de sentido. Esto parece obvio. Pero qué es lo que se quiere decir. Hay algo en el qué que se despliega en el cómo; no es el qué sino el cómo, pero a su vez parece imposible disociar el modo de algo de ese algo mismo.
Una conversación inicia y no se
sabe hacia dónde va; no hay una ruta trazada, ella misma discurre en el tiempo
y no puede volver sobre sí, porque es un transcurrir temporal. La incapacidad
humana de volverse en el tiempo. Lo único que se puede hacer es engendrar más
tiempo; aclarar, corregir lo dicho; precisarlo, ampliarlo. No se puede borrar,
como cuando se devuelve el escritor moderno en su texto a cambiar lo ya escrito
para pulirlo, para acentuar la coherencia interna. La conversación, la oralidad
misma, no es enmendable porque no se fija sino que acontece. La memoria retiene
y acomoda a su modo; y no sabemos bien cuál sea su modo. En el escuchar se
juegan tantas disposiciones, tan variados modos; se involucran pasiones,
sentimientos, emociones que actúan sobre lo discurrido, lo acomodan de un tal
modo u otro; lo configuran. No son sólo los esquemas mentales, las formas de
representarnos las palabras y conjuntos de palabras, sino todas esas afecciones,
todas esas disposiciones de las que está hecho el cuerpo; ese pathos que a su vez transcurre y
acontece en la conversación.
Leer o escribir no es ajeno a ese
pathos, al momento de sentarse sobre las teclas de hoy, con las que escribo más
rápido que con la tinta sobre las hojas, pero con menos fidelidad por cuanto vuelvo
y cambio fácilmente. El procesador de texto modifica la experiencia de la
escritura. Escribir es un acto que acontece al momento mismo de la escritura.
Antes de sentarme he dado en mi cabeza vueltas a muchas ideas, cosas que se
pierden, como en los sueños, pasan desprevenidas de un lugar a otro, una
discontinuidad permanente. El hilo de Ariadna que se rompe. Al sentarme tenía
una serie de cosas en mente que pronto se me pierden entre las palabras y voy
escribiendo sin saber bien por dónde voy. Hago una pausa para tratar de
recordar lo que quería decir. No sé a quién digo. Por qué querría decirlo, qué
cosa y a quién. Soy yo mismo, en realidad, se escribe uno para sí mismo. Es otra
forma, otro modo, de darle vuelta a las ideas. Las ideas parecen morir en las
palabras. Todo el texto es una idea que me tapa las otras ideas que tenía
intención de escribir.
Los libros han deformado mi modo
de actuar y de conversar. Al principio escribía relatos, cosas que suceden a un
alguien, pero me perdía en los detalles. Alcanzo a recordar un pequeño ser
barbado que quizá habitaba una chimenea. Recuerdo que poco me importaba lo que
le sucedía; me esforzaba en describir el lugar; buscaba palabras, sinónimos;
sentía que tenía que encontrar más palabras, para llegar al detalle y superar
la ambigüedad; que no hubiera lugar a dudas, era esa chimenea, como todas las
chimeneas, y a la vez esa única chimenea que acontecía, justo allí donde algo,
no sé qué, hacía aquel personaje barbado. Entonces leía libros que describieran,
como cuando Wilde describía el estudio donde yacía Lord Henry; poco me importaba
lo que acontecía a los personajes, su suerte y destino; me inquietaba más
por esa forma de escribir que hacía ver, como cuando se ve esa mancha rojiza en
la alfombra, se siente el olor a ocre que se produce en el modo de las
palabras. Si hubiera nacido con talento para la pintura habría preferido
pintar; son tantos escenarios, tantas imágenes que circundaban mi mente que muchas
veces ansíe poder plasmarlas, verlas en una especie de retrato. Como tomar una
fotografía en medio de un sueño, capturar ese paisaje onírico que aparece
difuminado en los bordes; ese lugar que cuando se acerca el ojo se distorsiona
el plano, se tornan borrosas las imágenes, donde se pierde el todo y cada una
de sus partes conduce por caminos infinitos, y en su retorno olvidan el primer
cuadro, el primer paisaje cada vez más diluido.
Alguna vez quise servirme de un
buen amigo, un verdadero talento del dibujo, de la pintura; de todas esas
técnicas que permiten al cuerpo expresar los escenarios. Le veía dibujando una
mano; cada detalle, cada coyuntura, cada marca que forma la piel, el doblez de
la articulación, el tendón que dibuja desde abajo la piel. Una mano tardaba
horas, precisando cada detalle; la luz que dibuja pequeñas zonas de sombra, el
contorno de ese cuerpo del cuerpo. La totalidad del cuerpo se perdía en el
detalle de esa parte, que se hacía infinita, y aun así la mano era ella misma
un todo. Le fui dictando los bocetos de mi mente; pero nuevamente al hablar se
perdía esa continuidad del todo. El lenguaje tiende a fragmentar la experiencia.
Finalmente algo se pudo plasmar; tras una escena había la historia de lo
acontecido; de todo cuanto ha ocurrido antes de yacer allí, tirado en el suelo.
Entonces me interesaba el humo del sitio, el olor; pero trataba de inventar una
historia, una sucesión de acontecimientos que llevaran a ese personaje al sitio
justo donde ahora se hallaba. Aún conservo los dibujos, pasados a la ligera,
debido a que el arte se consagra sólo a quien lo hace y aparece profana cuando
está al servicio de otro. Esa pequeña historia que escribí entonces, la
conservé por un tiempo, pero la juzgaba y reprobaba a la vez que la amaba.
Todos los posibles errores que alguna vez he señalado a quienes el destino
hacía concurrir como alumnos, estaban presentes allí en ese texto de mi infancia.
Hace algunos párrafos atrás no
había sospechado de lo que iba a hablar. Quería decir de otra cosa en realidad,
pero el texto tiene la fuerza de llevarme. A veces soy dado a creer en eso de
que el texto produce a su autor; extraña paradoja esa. Cuando es así, se
escribe con más soltura, se pasa ligero; se olvida la sintaxis, ese dios rector
que aplaca al buen demonio de las profundidades. Para qué sirve esa sintaxis, se
puede profanar ese dios extraño que acontece necesariamente. Hay una suerte de anarquía
que llama al desorden, pero que se torna en su propio orden. Es como si obedeciéramos
a fuerzas impersonales que nos atraviesan constantemente. Qué somos; somos un
cuerpo, pero un cuerpo es una relación de fuerzas impersonales. Qué quiere decir
eso de impersonales. No lo sé. Acaso fuerzas ciegas. Los antiguos hablaban de
la vida del cuerpo como esa unidad, ese principio cohesionador. Parece que
hablaban de vida y no de persona. Pero a quiénes llamo yo los antiguos; es
difuso, pero digamos que algunos griegos, aunque no estoy muy seguro de ello;
no me he dedicado a la historia y al detalle de la filología. La vida está
formada, es decir unida, por fuerzas impersonales, que no sé bien qué son. Es como
esta experiencia del texto, atravesado por
fuerzas diversas, y que en el tiempo concurren formando un cuerpo. Es aburrido
y espeso volver sobre la palabra, el detalle, todo eso hace perder cierta
magia; y aun así, parece que algo obliga a ir a ella. Por qué se ha elegido un
modo y no otro, por qué se elige esa y no un posible sinónimo. Muchas veces los
sinónimos funcionan, pero otras son un borrar una huella, una carga. Alguna vez
alguien dijo que la palabra estaba allí justo donde y como debía estar. Digamos
que la vida sea eso, un concurrir de fuerzas impersonales que forman un cuerpo
y a ese cuerpo llamamos vida.
Las cosas suelen concurrir a una
sustancia, pero ciertamente eso hypokeimenon no es algo que se pueda comprender
mejor que esa otra extraña ficción que he enunciado como “fuerza impersonal”.
No sabemos lo que sea una fuerza como tampoco sabemos lo que sea una sustancia.
Me contento en decir que son ficciones funcionales, palabrejas que sirven para
apaciguar el afán del intelecto. Nos hemos contentado con saber cómo funciona
una fuerza, cómo actúa, y aunque no sabemos lo que ella misma sea, nos ha sido
más útil su funcionamiento que su definición. Lo de sustancia pareciera
habernos servido muy poco, al parecer ha sido más una piedra de tropiezo que un
apoyo para andar. Pero acaso puede algo
concurrir a nada. Aquí el habla se torna difusa y limitada; pero es a lo que
obliga hablar de la vida. A todo esto diré, ciertamente yo no sé.
Ensayemos pensar una serie de
fuerzas, que sólo se conciben actuantes; no hay un punto y otro punto, sino un
trayecto dibujado por el desplazamiento de un hipotético punto. El punto sería
esa suposición que algunos llaman sustancia, pero ciertamente, ese punto se nos
escapa, es una buena ficción de la imaginación del intelecto. Quitamos el
punto, y observamos el trayecto descripto, las líneas que se cruzan y
entrecruzan. Un objeto que viaja a velocidad infinita en realidad no viaja, no
se desplaza, permanece inmóvil como ese ser parmenídeo. Describir el aroma de
una sala, las luces que dibujan contornos y sombras de claro-oscuro, los
sonidos agudos que resuenan en una misma presencia, el humo que se expande por
la habitación; el detalle barroco en el dintel y el cuadro que viaja en el
tiempo; todo ello habla de lo que concurre; la sala se pierde porque no hay
sala, no hay un lugar, no hay un qué, no hay una sustancia; sino múltiples
fuerzas impersonales que atraviesan y forman ese cuerpo, esa unidad de sentido
que es un texto, esa síntesis puesta en la palabra “sala”. Un ensayo basado en
un experimento simple: pruebe alguien hablar de algo, de algo que esté
aconteciendo; se verá obligado a describirlo, a narrarlo sin poderlo capturar
más que en todos esos detalles, en esas relaciones que lo componen; un conjunto
de relaciones de las que él mismo es parte, por cuanto hay no solo una
movilización de las posibilidades de su propio lenguaje, de sus esquemas de
representarse lo que le acontece, sino su propio pathos allí involucrado,
afectado, movilizado como un cuerpo en relación a otros cuerpos; aprehende un
cuadro fijo mediante una serie de movimientos. El ser inmóvil se fija en una
suerte de desplazamientos infinitos en un espacio finito que busca delimitarse,
acoplarse en palabras.
Entonces, no hay más sustancia
que un acontecer y lo que acontece es una relación de fuerzas impersonales que
concurren; no son accidentes de una sustancia, sino un concurrir de fuerzas a
velocidades infinitas que por ello permanecen inmóviles, como si fueran una sola
sustancia, una unidad subyacente y fundante de esa otra ficción llamada
realidad. El lenguaje expresa esas unidades, el lenguaje crea esa ilusión del
cuerpo, finge la corporeidad. Y el
lenguaje es esa fuerza incapaz de expresar las fuerzas; las fuerzas son ellas
mismas su propia expresión, son en tanto que acontecen; no hay un manifestarse
porque ellas mismas consisten en ser manifestación, fenómeno sin noúmeno. El
lenguaje es siempre fenómeno a la vez que sirve como manifestación de otro. La
palabra que está allí en el lugar del otro, como suelen decir muchos. Pero al
sustituir y ponerse en el lugar de otros, niega a ese otro que pretende
representar, lo deforma, lo transforma, lo acomoda a su modo. El lenguaje, o
para ser más precisos, el hablar crea la realidad; pero no en el sentido que
aluden muchos de los modernos postmodernos, sino en cuanto a que es una fuerza
que pretende re-presentar lo ya presentado pero configurándolo a su modo, es
decir, negándolo y creándolo en el momento mismo en que lo enuncia; el habla es
solo una fuerza, entre otras fuerzas que actúan en eso que el mismo lenguaje
llama realidad.
De ahí que la pregunta por la
realidad, sea ella misma una respuesta confinada a las limitaciones del
lenguaje; una tautología: la realidad es la realidad; qué otra cosa podría decirse. EL lenguaje produce textos, que son ellos mismos unidades inmóviles
de fuerzas en movimientos infinitos. El lenguaje apela y se sirve de la
metáfora para hablar de lo que no sabe, de lo que no puede hablar. No puede
callarse por el sólo hecho de no poder hablarlo; tiene que crearlo a su modo, inventárselo;
el lenguaje tiene que inventarse la realidad para poder hablar de ella; sólo
así, la realidad discurre en el lenguaje; de otro modo tras la realidad no hay más que un silencio infinito, y al punto que podemos decir que la realidad no existe. Y
aquí muchos brincan, se angustian, desaprueban con gran ímpetu tal barbaridad;
se expresa el pathos, la fuerza del miedo, expresión rococó, el horror
al vacío, a la nada. Rápido ya vienen todos con viejos o nuevos apelativos,
latinismos, formas desarraigadas, con carga peyorativa: nihilista, gritan
muchos. Pero tal grito desesperado dejémoslo a los propios nihilistas. La
realidad, yendo con más calma, no existe por cuanto ella es una posibilidad del
lenguaje; lo nóumeno, no es, para usar ese otro modo complejo del habla, la “cosa
en sí”; sino que es la posibilidad de eso en sí dentro de las posibilidades del
lenguaje. Digamos de otro modo, para no escandalizar a los amigos nihilistas,
que hay fuerzas impersonales actuantes. Un ácido descomponiendo una superficie
es el manifestarse de una serie de fuerzas actuantes. Mi dedo presionando una
superficie o siendo presionado por ella, el filo que actúa sobre una piel y la
sangre que desborda el tejido; todo ello son fuerzas actuantes; preguntar si
ello existe o no es de poco provecho; pues su actuar es su propia manifestación
en tanto que es su propia existencia. Todo ello acontece. Pero la pregunta por
la realidad es la búsqueda de un en sí, que presupone un en sí que luego oculta
tras lo que acontece; entonces tiene que negar lo que acontece para ir tras de
ello a lo que le subyace, a lo que le soporta y subsiste como su base y
fundamento. Si se libera de ello, lo único que podemos encontrar sería eso que
hemos dado en llamar fuerzas, que bien no sabemos lo que sean, por cuanto
fuerza es solo una palabra para decir de algo que actúa de facto. Quizá sólo hemos
sustituido una palabra por otra; parece que hemos dejado de hablar de realidad
para hablar de fuerzas que acontecen. Pero no ha sido sólo un cambio nominal,
sino una comprensión diferente de esa palabreja difícil que llamamos ser, resultante
del problema de sustantivar acciones. La fuerza connota relación, ciertamente
es más perfecta que realidad, por cuanto se ha basado y funciona mejor para
ensamblar el texto con todo lo que acontece en la habitación que existe en el
lenguaje y que se crea como esa relación de fuerzas impersonales, que dan
unidad y sentido; que tejen el texto por caminos sinuosos y con hilos
dispersos. Por eso he dicho que un cuerpo no es una corporalidad; lo corpóreo es
una ficción estéril del intelecto; el cuerpo es una cohesión de fuerzas
impersonales que acontecen en el tiempo; la unidad viva, eso que llamamos
persona o personaje, es un cuerpo, pero no es corpóreo; no es ese principio
cohesionador de los antiguos, que devino en esa ficción confusa y ambigua llamada
alma, sino la cohesión misma de esa multiplicidad de fuerzas actuantes; que
bien pueden descomponerse para reagruparse en otro modo conformando otra
unidad, otro cuerpo, otra vida, otra configuración de fuerzas, e incluso, otro
texto.
Por hoy creo haber terminado de
eyacular. No sabía de lo que iba a hablar, porque es mejor escribir sin un plan;
pues la vida no se planifica, sólo se eyacula y ella pulula a su modo. Ya antes
de sentarme di en mi cabeza muchas vueltas a ideas que aquí no pude plasmar, y
terminé hablando de otras cosas inútiles pero que tienen su propia estética, su
propia relación de fuerzas, su pathos, su unidad vital en el texto; habría que
halar una hebra suelta, un hilo que deshace toda la costura para volver a
ensamblarlo, luego, en un nuevo texto. En fin, como una última caricia en el
acto que termina donde había iniciado, el modo de la fuerza es indisociable de
lo que sea la fuerza: no conocemos la fuerza sino su modo, como del texto mío
no he conocido más que su propio modo de producirse, su acontecer de fuerzas
impersonales que me llevan hasta este primero punto, como una pequeña muerte
que acontece no a mi cuerpo sino a mí mismo en tanto que cuerpo diluyéndose en
esa petite mort.
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