Humo de muerte
Con un cuchillo clavado por su espalda,
justo bajo el hueso que protege el pulmón y que a unos centímetros de la
columna se hunde por entre la piel hasta cortar los más profundos alvéolos
dejando sin intercambio gaseoso al sujeto. Se
encontraba el finado haciendo gala de la muerte, imponiéndose sobre los
vivos que aun no han alcanzado tal privilegio. La sangre manchaba la alfombra
tejida con hilo rojizos que forman figurillas en líneas bordadas, al mejor
estilo persa. Plácidamente sentado en la vieja isabelina sus ojos permanecían
hieráticos, dispuestos hacia el fuego que ardía en una pequeña chimenea
incrustada en una de las paredes de la sala.
Mientras las llamas
se mueven producto de imperceptibles corrientes de viento que se filtran en la
hoguera, la sombra del cuchillo clavado se dibuja ondeante como una bandera
agitado por el viento sobre la pared posterior, estucada en un veneciano ocre y
acompañada de un gabinete de madera en cedro donde se apoyan antiguos retratos
virados en sepias de familiares difuntos y antepasados del muerto.
Así transcurría el
tiempo mientras un torbellino de humo oscuro aparecía flotando sobre el
recinto, esto dejaba intranquilo el espíritu del hombre, que no podía
comprender tal evento. El ruido de un reloj sobre la chimenea se hacía más
agudo, su tic-tac retumbaba en los oídos inertes; se percibía la
vibración de cada una de las figurillas talladas en la madera, cada vez que el
péndulo, elaborado en el mismo material tallado, oscilaba de un lado a otro;
sus manecillas pretendían devolver el tiempo girando hacia la izquierda, pues
la muerte era la libertad en la culminación del eterno retorno. Más retratos a lado
y lado del reloj le miraban fijamente, contemplaban la bellaza de aquel acto
tan puro que sólo el amor había sido capaz de engendrar.
El torbellino de
humo permanecía flotando, como contemplando al occiso, la alfombra rojiza, los
muebles antiguos que hacían juego con el estilo Luis XV de la isabelina, se
trataba de un sofá tapizado, con los descansa-brazos en madera tallada, a la
manera de un espiral. Dos pequeñas mesillas dispuesta a lado y lado, una tenía
una lámpara de caperuza, con su centro en cerámica, la otra, un florero con
inmundos claveles que se habían dispuesto para el funeral, pues las flores son
hermosas si se regalan a los muerto, representan el camino de la muerte,
quienes las cortan en el huerto saben que su destino es marchitarse como los
muertos, con la diferencia que nunca serán fruto. La pared estucada donde se
ondeaba aquella bandera, se ubicaba perpendicular a otra que tenía una “ventana
de vidrios verdosos y plomos espesos” por donde entraba la oscuridad del día,
revelando el corazón del hombre inerme en la silla. Lentamente las flores
fueron llegando a su destino predeterminado por otros, la sangre en la alfombra
empezó su proceso de oxidación tornándose café, los ojos permanecieron
hieráticos hacia el fuego que pronto se extinguió a la vez que aquel
incontrolable torbellino de humo; la noche iluminó con sus cálidos azules y la
bandera formada por la sombra del cuchillo se desvaneció para siempre.
Bogotá, febrero de 2004
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