Del campo filosófico
Del campo filosófico
Hablar sobre un campo al que uno no pertenece puede parecer algo presuntuoso; en especial, demanda moverse con cautela y precaución en todo cuanto pueda decirse, para evitar suavizar las caídas en apreciaciones y juicios necesariamente ingenuos y torpes.
En cuanto a la filosofía, podría decir que no logro comprender de qué se trata. Los llamados filósofos han hecho y dicho muchas cosas, no siempre tan fácilmente comprensibles, y muy dispares entre sí. Una de las cosas que estos han solido hacer ha sido escribir. Quizá sea el oficio de la escritura una de las notas características de lo que hacen los filósofos.
Comprendo que en este punto hay varias dificultades. Señalo sólo dos. La primera, que salta a la vista, es el caso de Sócrates y de todos los que en la historia, por un motivo u otro, han desligado la filosofía de un ejercicio de escritura. La segunda dificultad tiene que ver con el ejercicio mismo de la escritura filosófica. En qué consiste, y si a caso pueda algo recibir ese nombre, una "escritura filosófica". Es claro que cuando digo que los filósofos suelen hacer muchas y diversas cosas, entre las que se cuenta el oficio de escribir, no identifico sin más el arte de escribir con el "hacer filosofía", pues no todo el que escribe es de suyo filósofo, como tampoco el solo hecho de escribir lo convierte a uno en escritor o pensador.
En cuanto a mi, he simplemente de advertir que ni soy escritor, ni mucho menos alguien que tenga la competencia para decir este o aquel es un filósofo, más allá de los que el mayor consenso ha asumido como tales; con lo cual, es igualmente claro que soy un paria y un profano del campo filosófico.
Cualquiera que sepa algunas letras y las composiciones dentro de un lenguaje, puede componer escritos. Pero los escritos, a su vez, recomponen pensamientos. Este es el punto en el que ahora entro, pues, las condiciones de producción y transmisión del pensamiento propio de un campo se definen desde el interior del mismo. Así, toda mi escritura es paria y necesariamente profana en relación a cualquier campo.
El oficio de la escritura y el pensamiento tiene muchos matices. Hay quienes escriben para hacerse famosos; otros, porque consideran que tienen algo importante y muy necesario que decir a la gran humanidad; algunos simplemente comunican eventos, sucesos, noticias; hay quienes transmiten los avances, hallazgos o particularidades de un específico campo, como en la comunicación de las ciencias en general o de las esferas política y económica, ya sea hacia fuera o hacia el interior del propio campo. De estos, unos más prolijos y otros más lacónicos, y el extremo de los que tan solo “trinan”, diciendo de todo y sin hablar de nada, o casi nada. Hay también los literatos, poetas y en general todos los que componen sintagmas con cierto arte y estilo, que podrían agruparse bajo la categoría de la “escritura estética” (lo digo en un sentido muy amplio y vago del término). Hay, además, lo que podría llamar los pensadores y, dentro de estos, los filósofos; quienes componen bajo ciertos matices difíciles ahora de entrar a precisar, si es que tal cosa es posible o incluso conveniente.
Naturalmente, esta clasificación que he hecho es puramente artificial. Determinar las fronteras o intersecciones entre una y otra no deja de ser complicado y, de lograrlo, necesariamente arbitrario. Un punto importante es el uso que hago de esa categoría de “pensadores”, como si se pudiera creer que “los otros” estuvieran privados de la facultad de pensar, como si el pensamiento fuera un derecho de exclusividad para los agentes definidos dentro de un campo. Sin embargo, no es esta forma de aparente privación la que pretendo implicar en mi artificiosa clasificación sino la demarcación constituida a través de procesos mediados por la historia; resultado de relaciones y fuerzas impersonales no deliberadas, pero bajo las que se delibera, que legitiman las posiciones dentro de un campo de escritura y producción particular de pensamiento.
En mi posición de paria, de no-pensador que escribe, voy a hablar sobre, o en relación hacia, esos campos que, de un modo u otro, no puedo negar que influencian mi escritura. Podría uno tratar de hacer un listado de cuántos escritores, de diferentes campos, han pasado por la vida de uno y algo han dejado, para bien o para mal, o para ni bien ni mal; pero tal cosa me resultaría muy tediosa y nublada, si no es que pudiera parecer algo pretensiosa y, en todo caso, fatua. Decir que he leído algunos cuantos, puede sonar arrogante, decir que nada he leído en absoluto sería negar algunas de las creencias bajo las que escribo. Pero si dijera que soy, entre otras cosas, “lector de filosofía”, de arrogante pasaría a tomar el papel de ingenuo.
Sobre el leer recordaría, junto a Estanislao Zuleta, un paria del pensamiento, ese libro “para todos y para nadie”, que yo mismo diría no haber leído, pero en cuyas páginas y sintagmas tantos hemos posado nuestros ojos y deleitado nuestro espíritu; precisamente, porque me arriesgaría a decir que “para todos y para nadie” es el subtítulo que podría llevar implícita toda escritura “verdaderamente” filosófica. Aquí es donde me aventuro de profano en tierras sacras. Recuerdo un artículo de Eduardo Piacenza, hablando a propósito de una carcajada suscitada ante la pregunta por “la responsabilidad social del filósofo”; en el que decía que si ante un auditorio, alguno formulara una proposición como “la responsabilidad de C es p”, donde el mismo que profiere el acto de habla fuera un C, no dejaría de parecer movido por una fuerza ilocutiva directiva, digamos, de cierta forma imperativa. Pero si, más osado aún, un paria se atreviera a decir tal libro o tal autor es una “escritura verdaderamente filosófica”, no dejará de sonar presuntuoso o pedante.
Yo no estaría, en modo alguno, facultado para decir tal o cual texto es una verdadera escritura filosófica; de hecho, no sólo no creo que sea asunto de un individuo aislado escribiendo desde su escritorio, sino que, como he dicho antes, tal asunto se efectúa desde el posicionamiento de un campo que establece sus propias legitimidades. De otra parte, suponer sin más que hay algo así como una escritura “verdaderamente” filosófica, es decir, que merezca llamarse así y diferenciarse de otros campos diferentes a la filosofía, no es algo que pueda tomarse tan a la ligera, justamente habría que empezar por dar al menos algunas razones de por qué convendría asumir tal supuesto.
Tan solo podría señalar que afirmar que algo es “verdaderamente tal”, es asumir que los campos establecen fronteras y sancionan los límites entre lo legítimo y lo ilegítimo, lo propio y lo impropio en relación de pertenencia. Pero, claramente, la relación de pertenencia y legitimación dentro de un campo no es una especie de consenso deliberativo o juicio meramente arbitrario; es, en realidad, el resultado de procesos demarcados por la historia y las configuraciones de fuerza particulares del propio campo; que trasciende a los individuos singulares, quienes, a su vez, constituyen los agentes de dichos procesos que integran, legítimamente, tal campo.
Todo esto, por su parte, deja claro que no es mi asunto, pues no es posible, constituirme en juez de frontera. Simplemente muestro lo que me parece ser una relación o disposición hacia un campo, movida por mi propia experiencia paria y profana en el campo de la filosofía.
Podría considerar que “un libro para todos y para nadie”, independientemente de las motivaciones que haya tenido Nietzsche frente a su obra, podría ser un aviso implícito para cualquier escritura verdaderamente filosófica. Ante esta afirmación, alguien podría refutarme que particularmente el Zarathustra no es precisamente un texto filosófico, lo cual no me corresponde juzgar a mí; sin embargo, simplemente podría decir que tal puede ser una condición necesaria y no suficiente, con lo cual veo que dejo abierta la frontera; pero ya he dicho que no es mi asunto establecer fronteras a un campo.
Ciertamente estoy enajenando, “desterritorializando”, la fracción de un subtítulo que establece conexiones con su propio texto, para dejarla flotando en un cierto aire desligado en mucho de su contexto originario. “Para todos y para nadie” podría asumirse como una señal de precaución que invita a disponerse en cierta actitud, semejante a esa actitud que podría inferirse de esas tres legendarias prescripciones délficas: “epimeleia heautou”, “gnothi seauton” y “meden agan”. Una actitud de cuidado, de prudencia, de autoconocimiento y de mesura u honradez.
Claramente yo no soy algo así como un lector de filosofía, pero podría decir que he tenido cierto gusto por acercarme a algunos autores y textos, y he procurado asumir esa actitud de cuidado para no creer ingenuamente que me encuentro leyendo filosofía, o pensar que he llegado a saber en muy poco tiempo "todo lo que otro pensó en veinte años" o más, con tan sólo haber leído o escuchado decir algunas palabras.
Tal actitud es por la que procuro mantener la sospecha de lo que se oculta en un texto, la imposibilidad de una lectura o escritura pretendidamente diáfana. Nunca hay una última lectura de un texto, nunca hay una última tonalidad o matiz definitivo; siempre se vuelve al texto y se descubren matices, puntos de fuga donde los sintagmas encuentran nuevas profundidades. Es una actitud de reserva, de reconocer las propias limitaciones y alcances en la relación a los textos y las mediaciones del tiempo.
No se trata de una licencia de apertura desmedida a la libre interpretación, al hacer decir al texto cualquier cosa por encima del texto mismo, o intentando soportar todo en él. Yo prefiero advertir que en la escritura se operan desarraigos, enajenaciones de las frases, cuando pretendo servirme de esos sintagmas desarraigados. Después de todo, no se dice lo mismo, y con las mismas palabras dos autores están hablando cosas distintas, y por eso hay que entrar en los textos, ir a ellos y habitar en ellos para tener las propias familiaridades y sensaciones; no conformarse, si es que es un autor que causa interés, con repetir lo que ha sido la experiencia de otros; aun cuando desde la experiencia ajena se pueda persuadir, hay que permitirse la propia vivencia del texto.
Tal actitud es por la que procuro mantener la sospecha de lo que se oculta en un texto, la imposibilidad de una lectura o escritura pretendidamente diáfana. Nunca hay una última lectura de un texto, nunca hay una última tonalidad o matiz definitivo; siempre se vuelve al texto y se descubren matices, puntos de fuga donde los sintagmas encuentran nuevas profundidades. Es una actitud de reserva, de reconocer las propias limitaciones y alcances en la relación a los textos y las mediaciones del tiempo.
No se trata de una licencia de apertura desmedida a la libre interpretación, al hacer decir al texto cualquier cosa por encima del texto mismo, o intentando soportar todo en él. Yo prefiero advertir que en la escritura se operan desarraigos, enajenaciones de las frases, cuando pretendo servirme de esos sintagmas desarraigados. Después de todo, no se dice lo mismo, y con las mismas palabras dos autores están hablando cosas distintas, y por eso hay que entrar en los textos, ir a ellos y habitar en ellos para tener las propias familiaridades y sensaciones; no conformarse, si es que es un autor que causa interés, con repetir lo que ha sido la experiencia de otros; aun cuando desde la experiencia ajena se pueda persuadir, hay que permitirse la propia vivencia del texto.
Todo esto he querido expresarlo, por si un lector hipotético, diera en leer alguna de las entradas de mi blog en las que me permito mencionar autores o usar fragmentos y expresiones, no llegara por ello a pensar que hablo desde un lugar diferente al de un paria o un profano del campo. Además, que si en mucho de mi forma de plantear los asuntos, se evidencian influencias, habría de decir, concediéndome por esta vez la licencia de servirme de un latinajo aunque no guste de ello (pues apenas si manejo un vulgar castellano), como lo antiguos, “duo si dicunt idem, non est idem”.
Mi relación hacia el campo filosófico
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